Elegy: Un paso atrás

Llevaba tiempo caminando en un terreno peligroso. Isabel Coixet, a ratos genial, a ratos pretenciosa y pedante, consiguió con su anterior película, La vida secreta de las palabras, una obra redonda que conmovía profundamente al espectador con un argumento durísimo que se abría a la esperanza. La narrativa de Coixet, atrevida y esteticista, bordeaba la autocomplacencia pero funcionaba, en gran medida por la sinceridad y la fuerza arrolladora de una historia protagonizada por actores muy solventes.

En esta ocasión Coixet ha escogido a un autor «canonizado» por un sector de la crítica literaria (Philip Roth) y ha permitido que el guión lo escriba Nicholas Meyer, y el resultado deja mucho que desear. Meyer ya adaptó recientemente otra novela del escritor norteamericano, La mancha humana, una cinta mediocre y tediosa del veterano Robert Benton.

La historia es la de un casi sexagenario profesor universitario, divorciado y defensor a ultranza del hedonismo pansexualista que colecciona amantes de una noche entre sus alumnas, esperando a que se graduen para evitar problemas. Su vida metódica se ve trastornada cuando pone en su punto de mira a una alumna cubana.

El argumento de Elegy está más transitado por el cine que un centro comercial en mes de rebajas. Desde Lolita a La mancha humana, pasando por Herida o Beautiful girls, la atracción intergeneracional ha sido un tema muy habitual en el cine. En Elegy esta relación lleva todo el peso de la historia, con excepción de algunas tramas secundarias (el hijo de Kepesh, la amante madura…) que no hacen sino referirse a la trama principal. Y ahí es donde la película se pierde por completo, porque la falta de química entre Kingsley y Penélope es total y absoluta. No sólo es un problema de la selección de actores (que son muy buenos pero que están fatal), sino de construcción de personajes, de credibilidad. No sabemos nada de ellos (lo dicen en la película y tienen razón), sólo sabemos que se desean por alguna misteriosa razón: «Eres la persona que más ha amado mi cuerpo», dice una extasiada Penélope en el último tramo de la película, y dan ganas de decir «¡venga ya…!».

A una historia tan vista, tan limitada y tan increíble, Coixet intenta darle peso con su tradicional arrobo -qué cargante puede llegar a ser esta mujer-, por la música lentísima para depre otoñal, y metáforas visuales que piden la inmediata presencia de un Audi o de una línea de perfume francés (la bola solitaria de squash que se acerca a la pared blanca, el metrónomo, la planta que va perdiendo las hojas…).

Hay escenas que abochornan, impropias de una directora con la experiencia de Coixet, como la de Patricia Clarkson en plan anuncio de corsetería para maduritas, o esas tomas de pareja en la playa que parecen sacadas de una promo de telefonía móvil. Lo de Dennis Hopper poeta es de antología del disparate.

No se puede negar que la película muestra la vaciedad de la vida de sus protagonistas como algo verdaderamente deprimente. Lo que ocurre es que Coixet incurre en una especie de fascinación bobalicona por lo que está contando, y esa actitud perjudica a una película de por sí artificial e increíble, tanto como aquella otra adaptación de Roth que hizo Benton con unos desastrosos Kidman y Hopkins, La mancha humana.

A Roth (muy pendiente de la adaptación) le ha gustado la película.

Ficha Técnica

  • País: EE.UU., 2008
  • Jean-Claude Larrieu
  • Amy Duddleston
  • Angie Rubin
  • On Pictures
  • 108 minutos
  • Adultos
Suscríbete a la revista FilaSiete