Inland Empire

Inland Empire: Lynch y su mundo

El propio David Lynch explica que su última película, Inland Empire, «ha surgido de la meditación trascendental, se ha rodado sin guión preestablecido y responde plenamente a mi idea esencial del cine, en el que la comprensión es una abstracción que proviene de la intuición y que supone la integración del intelecto y la emoción, del pensamiento y los sentimientos».

Son tan «elocuentes» sus propósitos estéticos que la sinopsis ofrecida sintetiza la película como «un misterio de un mundo interior de otro que se revela en torno a una mujer, enamorada y en peligro». No hay que olvidar que esa mujer es una famosa actriz a punto de rodar una nueva película, y que le ocurren cosas muy singulares, unas aparentemente reales, otras en sueños, y todas examinadas de forma exhaustiva por dos hombres y una mujer disfrazados de conejos.

En definitiva, podríamos continuar así hasta el infinito, sin indicar nada coherente sobre este disparate fílmico de casi tres horas, pretendidamente innovador, a través del que David Lynch toca prácticamente fondo como artista. Ciertamente, hay algunas imágenes poderosas, interpretaciones trabajadas y algún breve momento de emoción auténtica. Pero representan un pequeño oasis en un tedioso desierto de imágenes digitales sin sentido, violentas explosiones de sordidez y música enfática y deprimente hasta la irritación.

Seguramente algunos llegarán a decir que estamos ante una obra genial de un maestro irrepetible. Pero otros nos alineamos en la posición de que el tiempo dirá, e insistiremos en que Lynch solo ha firmado dos verdaderas obras maestras, El hombre elefante y Una historia verdadera -ambas sin su autoría en el guion-, y que necesita urgentemente dejar de hacer videoinstalaciones neuróticas.