J. Edgar es un a aburrido y superficial acercamiento al fundador y director durante 40 años del FBI. 

J. Edgar: Entre el biopic y el biopink

John Edgard Hoover (1895-1972) nació y mu­rió en Washington. Allí estudió Derecho. En 1917, con 22 años, se incorpora al De­par­ta­mento de Justicia, y un año después ya traba­jaba en la División de Inteligencia. En 1924 es nombrado por el fiscal general pri­mer direc­tor del FBI, cargo en el que perma­nece has­ta su muerte. De religión presbi­teriana, se in­corpora a la masonería de ri­to escocés a los 26 años, alcanzando en los años 60 el grado 33. Se puede decir que la his­toria del FBI, pa­ra bien y para mal, está li­gada a Hoover.

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J. Edgar, un guión de Lance Black

Clint Eastwood ha usado un guión de Dus­tin Lance Black (Mi nombre es Harvey Milk) pa­ra dirigir una tediosa película de 137 minu­tos en la que se describe al persona­je haciendo hincapié en su condición de ho­mosexual, en su rareza de carácter, en su ais­lamiento vital y en su condición de anti­comunista. Mi re­sumen es meramente des­criptivo porque, a mi juicio, todo lo demás parece secundario. Y lo demás es intere­sante, incluso muy interesan­te. Hoover es una muestra de la fragilidad de la democracia americana, un sistema que pa­rece diseña­do a la perfección para la prácti­ca del lo­bby, los chanchullos y las conspiracio­nes. La democracia en América queda muy bo­nita en el libro de Tocqueville pero en la rea­li­dad aparece mucho más desgreñada.

Hoover, por encargo presidencial, creó un sis­tema para luchar contra el crimen organi­za­do. De acuerdo con el sistema judicial nor­tea­mericano, con la aquiescencia presiden­cial y parlamentaria, dotó a su organiza­ción policial con jurisdicción federal de la­boratorios pa­ra obtener pruebas incrimina­torias. No se es­catimó dinero.

Pudiera ser -aunque esto es algo que forma par­te de la teoría de la conspiración que gus­ta a los norteamericanos más que comer con los dedos- que su permanencia en el car­go con ocho presidentes se debiera en bue­na me­dida a los archivos privados que Hoo­ver fue acumulando sobre personajes de la po­lítica, la economía, la cultura y el espec­táculo. En resumen, es la tesis del largometraje, el ti­po hizo lo que quiso porque todos le tenían mie­do.

Con J. Edgar me parece que Eastwood se ha equivocado de guionista. La historia, más allá del vigor in­terpretativo de Leonardo DiCaprio en un rol muy similar al de El aviador, es un sobera­no tostón, plano, previsible y reite­rativo, con una excesiva presencia de per­sonajes más mo­mificados que avejentados, gracias a un ma­quillaje lastimoso (Hoover murió con 77 años, pero tanto él co­mo los que le rodean pa­recen tener 120). La puesta en escena resul­ta poco imaginati­va y la labor de foto, mon­taje y música del equi­po habitual de East­wood es meramente correcta. La impresión, que ya he experi­mentado en otras pelícu­las suyas, es que al director californiano no le interesa dema­siado lo que está contando.

J. Edgar, de Clint Eastwood
J. Edgar, de Clint Eastwood

No hacen falta 137 minutos para esculpir en el cerebro del sufrido espectador que J. Edgar era un tipo que quería mucho a su ma­má, tenía mucho genio, montaba cam­pañas de imagen (por cierto fue asesor de la War­ner para hacer películas que dejaran bien al FBI, cuando Cagney triunfaba inter­pre­tando a criminales que se reían de la poli­cía) y tenía enganchados de la taleguilla a un mon­tón de diestros de la lidia político-fi­nan­cie­ra norteamericana.

Si Hoover era gay o no, me interesa poco, y de cualquier manera no es en absoluto el pun­to más interesante de un personaje de se­me­jante relevancia. Entre otras cosas, por­que la homosexualidad de Hoover es una suposición de Dustin Lance Black, en una época en la que el lobby gay muy activo en Ho­lly­wood está empeñado en demostrar­nos que los ar­marios de la historia están llenos de gays de enor­me relevancia, des­de Alejandro Magno has­ta nuestros días, y de ello se hace eco el pa­panatismo ridícu­lo de algunos periódicos sen­sacionalistas. En cualquier caso, la hipoté­tica condición de homosexual de Hoover no afec­tó a su labor como jefe del FBI, como queda claro en la propia película.

Me interesan más -y creo que al público tam­bién- otras cosas. Como, por ejemplo, su per­tenencia a la masonería, una sociedad secre­ta enormemente importante en la vi­da polí­tica norteamericana desde el nacimien­to del país. No hay la mínima mención. Sus relaciones con los presidentes son me­ros apuntes inci­dentales en una película que parece más preo­cupada por mostrar a Hoover, incidentalmen­te vestido de mujer, que por explicar la ma­nera en que fundó y di­rigió el FBI. La lucha de Hoover contra el cri­men organizado, los agentes nazis, los co­munistas y el Ku Klux Klan aparecen de pa­sada.

La película, episódica y simplista, demasia­das veces histriónica, suple las deficiencias del guión con el aplomo solemne de la rea­li­za­ción de Eastwood (pienso en la secuen­cia de la comunicación del asesinato de JFK, con Hoover que escucha una grabación comprome­tida: bien rodada pero absur­da e inverosímil).

El público norteamericano no ha mostrado es­pecial interés en J. Edgar: 33 millones en la taqui­lla, muy lejos de los 148 de Gran Torino. Los biopics y las películas históricas de East­wood (In­victus, Banderas de nuestros padres, Cartas des­de Iwo Jima) no se le dan bien a un director que tiene varias obras maes­tras pero también un montón de pelícu­las muy discretas.

Ahora Eastwood interpretará una película so­bre un ojeador ciego de jugadores de béis­bol que requiere la ayuda de una chica (Amy Adams). Dirigirá el que viene siendo des­de ha­ce muchos años su ayudante de dirección, Ro­bert Lorenz. Veremos, tiene bue­na pinta.

Arriba: solvente DiCaprio

Abajo: el guión de Black

Ficha Técnica

  • Fotografía: Tom Stern
  • Montaje: Joel Cox, Gary Roach
  • Música: Clint Eastwood
  • País: EE.UU.
  • Duración: 137 m.
  • Público adecuado: +18 años (temática, erotismo incidental)
  • Distribuidora: Warner
  • Estreno: 27.1.2012

J. Edgar, 2011

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