Katyn: Hacia atrás, sin ira

El anciano y prestigioso director polaco se ha atrevido a contarle al mundo el genocidio de la oficialidad polaca (y de muchos intelectuales y altos funcionarios de aquel país) a manos del ejército ruso en los bosques de Katyn, en abril y mayo de 1940. Fueron cerca de 22.000 víctimas.

El padre de Wajda fue asesinado en Katyn y el cineasta (tenía 14 años en ese momento) no ha sido libre (y quizás no ha tenido fuerzas) para poder hacer esta película hasta cumplidos los 80. El relato de esta impresionante y humanísima película ayuda a mirar al pasado sin odio pero con justicia y respeto por la verdad. Es una emocionante declaración de amor a sus padres, a los que dedica la cinta expresamente.

Si en su momento escribí que la película mostraba a un Wajda mermado de fuerzas y me quejé de exceso de manos en el guión y de cierta frialdad, me toca ahora rectificar: he visto la película por segunda vez (la primera, mejor olvidarla, por el cúmulo de adversidades circunstanciales) y no puedo mantener ninguno de esos comentarios.

Me parece admirable la hermosa y sabia y buena (propia de un hombre bueno) manera de asomarse a un pasado tan doloroso, tan anegado en sangre. Su sentido dramático es verdaderamente estremecedor. Muy brillante (y arriesgada) es la decisión de dar protagonismo a las mujeres, madres, esposas, hijas, hermanas de unos hombres llevados al matadero. En el costado de las mujeres (un grupo de actrices sensacionales) se agrupa un dolor difícil de describir. Wajda lo hace, con mano maestra, compendiándolo en la brevísima historia de amor y muerte de un joven artista, que reabre unas heridas que parecían haberse cerrado en un puñado de mujeres de todas las edades, quebradas por la ausencia de los que aman.

Quien vea la película, jamás olvidará esa mano tendida del verdugo, autómata impasible, que espera la pistola cargada para liquidar al siguiente. Wajda ha conseguido que los criminales, los verdugos, no sean de izquierdas ni de derechas, nazis y comunistas son simplemente verdugos, criminales, gente sin rostro.

En cambio, cada gesto mínimo de las víctimas es una sinfonía regeneradora, un rayo de luz que reverbera en las paredes del alma de un espectador devorado por la oscuridad del mal convertido en sistema, en maquinaria perversa.

A película vista, te asaltan una y otra vez, con oportunidad y sin ella, instantes esculpidos en el tiempo, imágenes que te hacen mucho daño pero te reconcilian con la vida: la caricia maternal de Anna a su sobrino, tan parecido al marido muerto; la felicidad fugaz de Ewa cuando después de ser besada es invitada al cine en una calle llena de perros de presa; el rostro del militar abrumado por la culpa antes de un suicidio para el que no necesita siquiera detenerse; la niña a la que han triturado su infancia que, ya adolescente, sigue saltando hacia la puerta cada vez que el timbre suena, esperando al padre que ya no volverá; la oración apresurada, interrumpida por el pistoletazo seco…

La manera de desarrollar la historia, de darle continuidad sirviéndose de un diario, revela la genialidad de un maestro en la cima de su arte. Junto al guión soberano, hay una fotografía perfecta de de Pawel Edelman y una música humilde y llena de misericordia del gran Penderecki. Magdalena Dipont ha dado el aire adecuado al diseño de producción. Y todo, sin alardes ni manierismos, con la sobriedad del que ya ha vivido y contado mucho. Hasta elevar la película, distinguiéndola como una bellísima elegía. El plano final, con esa pala que echa tierra sobre la fosa donde descansan miles de cadáveres, hombres sacrificados como reses en el altar del odio infinito, significa muchas, muchísimas cosas a la vez.


La mirada emocionada y serena del anciano Wajda.

Que se estrene con tanto retraso.

Ficha Técnica

  • Polonia, 2007
  • Pawel Edelman
  • Milenia Fiedler, Rafal Listopad
  • Krzystof Penderecki
  • Karma Films
  • 118 minutos
  • Adultos
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