Los seis signos de la luz

El joven Will Stanton va a cumplir catorce años y se encuentra incómodo con la llegada de las vacaciones navideñas. Va a ser la primera Navidad inglesa de la familia, que acaba de mudarse desde Estados Unidos al país de sus antepasados tras una serie de reveses económicos.

Will, que es el menor de seis varones y penúltimo de los chicos, sufre -como muchos adolescentes- por la falta de atención de sus padres y el desprecio de sus hermanos mayores. Sólo Gwen, su hermana pequeña, le hace caso. Para colmo se ha enamorado platónicamente de una compañera de colegio y no ha sido capaz de hablarle.

Los seis signos de la luz, como la saga de novelas escritas por la inglesa Susan Cooper en los años sesenta y setenta, se preocupa más de seguir la trayectoria de un adolescente, que de sumergir al espectador en un mundo mágico o fantástico. La película pretende que esa aventura cotidiana interese tanto como las peripecias fantásticas, que las hay. La historia se viste con el ropaje épico de rigor pero son casi inexistentes los contrapuntos humorísticos, que hacen tan divertidos los cuentos de C.S. Lewis.

En Narnia y Terabithia las transiciones del mundo real al mundo fantástico están mucho más logradas que en esta película, en la que queda patente que una cosa es la descripción literaria del universo interior de los personajes y de escenarios fantásticos; y otra, muy distinta, es la descripción audiovisual de esos mismos asuntos.

A pesar de tener aspectos positivos, algunos espectadores vivirán un cierto cansancio por el peso que conceden estas cintas a pueriles explicaciones de versiones infantiles de mitos y tramas artúrico-célticos con ecos evidentes de El Señor de los Anillos y un plomizo regusto gnóstico.

Con todo, se trata de una película con valores y entretenida, positiva y no excesivamente didáctica.