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Nuestra hermana pequeña

Koreeda demuestra ser heredero de una tradición cinematográfica que sa­be ma­nejar con maestría técnica y sensibilidad lírica

Nuestra hermana pequeña (Hirokazu Koreeda)

Nuestra hermana pequeña: Fecunda herencia de los maestros

Es posible hacer arte con lo cotidiano, desde seres marginales o familias de­ses­truc­tu­radas, asumiendo el abandono o la muerte de seres queridos. El cine japo­nés des­de hace más de medio siglo viene demostrándolo sin paliativos, en una su­cesión de directores capaces de revisitar determinados temas sin aburrir nunca al es­pec­ta­dor. Es el caso de Koreeda (1962), heredero de una tradición cinematográfica que sa­be ma­nejar con maestría técnica y sensibilidad lírica.

Un director en un contexto: hablar de la riqueza y calidad del cine oriental es, a es­tas alturas, una boutade innecesaria, como lo prueba el hecho de que al referirse a los ci­neastas chinos, críticos como Alberto Fijo en su libro Breve encuentro consignan hasta seis generaciones a partir de 1905. Lo hace repasando la cinematografía de Zhang Yimou (Xi’am, 1951) bajo el título «La trayectoria emocional», y desde entonces ha llovido mucho y este magnífico director ha seguido incrementando su carrera. Junto a él, veteranos como el taiwanés Ang Lee (1954), o Wong-Kar-Wai (Shan­ghai, 1958) y Wayne Wang (1949), radicados en Hong Kong, triunfan a nivel mundial en todo tipo de festivales, con un reconocimiento a veces mayor que el de sus propios países.

Los japoneses arrastran también una larga tradición cinematográfica que se abre en el siglo XX con nombres ilustres: Mizoguchi (Tokio, 1898-1956), un clásico del cine mu­do, rodó más de 70 películas en la década de los 20, la mayoría de ellas perdidas. No obs­tante su trabajo fue reconocido también en el extranjero: Cuentos de la luna pálida (1953) ganó el León de Plata en el Festival de Cine de Venecia. Quizá su sello radique en la defensa de la mujer cuyo protagonismo como geisha, esposa, madre e hija es noto­rio en sus películas, que tantas veces reflejan la trágica situación femenina.


Lo rescato pre­cisamente por ello, como marco de Nuestra hermana pequeña, un filme de mujeres in­dependientes que viven de su trabajo en un pueblo japonés; algo a años luz del universo femenino de Mizoguchi. Algo que subraya la doble cara de un país occidentalizado a uña de caballo, sin perder del todo sus tradiciones. Es lo que se percibe en la filmogra­fía de Koreeda, aunque los críticos insisten una y otra vez en retrotraerla a sus maestros. Para comprobarlo, no hay sino acudir a sus declaraciones en el Festival de San Se­bastián con motivo de la presentación de la película. Ante el acoso explícito en este sen­tido, respondió: «Ya no puedo más con Ud. ni con el resto de la prensa internacional. Esta vez me he ren­dido a la evidencia. He hecho una película a la manera de Ozu«.

Y es que Ozu (Tokio, 1903-1963) es un referente ineludible en su país, aunque el cán­cer le fulminara muy tempranamente, con 63 películas a sus espaldas desde el cine mu­do has­ta convertirse en el patriarca y modelo de varias generaciones, con títulos de fecunda he­rencia como Cuentos de Tokio (1953). Perfeccionista y meticuloso, defensor de la cámara estática, fue el primer cineasta que ingresó en la Academia de Artes de Ja­pón (1959) y reconocido con una retrospectiva en el Festival de cine de Berlín (1961), a pesar de ser «muy japonés» según algunos. Este toque tan «japonés» es el que ha de­sa­parecido de Nuestra hermana pequeña, si bien hay encuadres y ciertos motivos como la explosión de vida y belleza (también de nostálgica caducidad) de los cerezos en flor (ya presente en otros de sus filmes) que le imprimen un sello tradicional.

Algunos críticos occidentales no se contentan con señalar a Ozu, sino que creen ver la impronta de Kurosawa y Naruse… No es el momento de profundizar en los grandes. Y no cabe duda de que la larga vida de Kurosawa (Tokio, 1910-1998) le permitió redondear una carrera brillante e internacional a partir de 1950, con títulos como La leyenda del gran Judo (1943), Rashomon (1950), Vivir (1952), Los siete samuráis (1954) o Dersu Uza­la (1975); así como múltiples premios locales e internacionales que culminan simbó­li­camente en la concesión del Oscar a su trayectoria profesional (1990). Pero su técnica pe­culiar al situar la cámara lejos de los actores y combinar varias a la vez, o jugar con len­tes de teleobjetivo para aplanar el encuadre, no suele ser habitual en Koreeda. Habría que matizar afirmaciones que brotan en el entusiasmo de los festivales…

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El estudio crítico completo de esta película se encuentra en el libro Cine Pensado 2016, que puedes adquirir en este enlace:

Ficha Técnica

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