Lo que el viento se llevó (1939), de Victor Fleming (parte 1): Escritura de la novela

Muchos la consideran la película de las películas, el momento cumbre del esplendor de Hollywood y su joya más preciada.

Si alguna película puede decirse que es un mito, esa es Lo que el viento se llevó. Muchos la consideran la película de las películas, el momento cumbre del esplendor de Hollywood y la joya más preciosa de un imperio fílmico, hoy definitivamente olvidado. La primera superproducción que emocionó al mundo entero, seguida paso a paso en su doloroso proceso de gestación, y por cuyo papel protagonista suspiraron todas las actrices del momento y se hicieron apuestas en todas las capitales del mundo.

Famosa por sus excesos, la película rebosa acción y sentimientos. Es tan romántica en las escenas intimistas co­mo ardorosa y electrizante en las escenas de masas. Por todo ello ha venido a ser una fuente inagotable de leyendas para generaciones de mitómanos. Pero ese mito glorioso, que sorprende por la calidad de su producción, fue en gran parte fruto del caos, a partir del esfuerzo de muchas personas y de la fe ciega de un productor.

Todo esto, sin embargo, vino después. Porque antes que una gran película, Lo que el viento se llevó fue una novela que cautivó a toda América en el verano de 1936.

Una escritora sureña e independiente

La autora de aquella novela se llamaba Margaret Mit­chell y había nacido en Atlanta el 8 de noviembre de 1900. Hija de un abogado respetable, creció en una familia acomodada que tenía plantaciones en las afueras de la ciudad. Su padre le inculcó desde pequeña el amor a las tradiciones y  potenció su afición a investigar las historias del Viejo Sur: “Sólo tenía diez años y ya conocía el pasado de Georgia tan bien como mi propia vida”, escribiría después.

Siendo todavía una niña, una tía suya le llevó de excursión a Yorkstown y en el camino le mostró grandes mansiones en ruinas que un día habían conocido la gloria y el esplendor. Habían sido la aristocracia de Atlanta, pero quedaron totalmente destruidas tras el asedio durante la Guerra de Secesión: “Mi tía me habló del mundo que había habitado esas gentes, de sus fiestas y sus trajes… Y de cómo todo eso había estallado bajo sus pies”. El recuerdo de aquellas imágenes espectrales le acompañará el resto de su vida.

Margaret era una romántica empedernida. Alocada, independiente y ansiosa de aventuras, a finales de 1922 empezó a trabajar para el Atlanta Journal, donde escribía artículos sobre la historia de su ciudad basados en su labor de documentación y en entrevistas con los ancianos. En 1926 un accidente ecuestre la dejó en silla de ruedas. Su marido la animó a escribir. Y ella, para complacerle y para olvidar sus dolores físicos, empezó a escribir una novela sobre la Guerra de Secesión en Atlanta. Una novela de amor, ambientada en la época terrible en que los orgullosos caballeros confederados -ricos, elegantes y un tanto ingenuos- perdieron sus casas, sus ilusiones y sus esclavos; sobre todo perdieron su inocencia y su mundo dorado. La protagonista se llamaba Pensy O’Hara, y era “una joven muy enraizada en Atlanta, con parte del Viejo y del Nuevo Sur corriendo por sus venas”. La novela -explicaría Mitchell años después- “describe la influencia que mutuamente recibieron la ciudad y la muchacha. Y relata también la historia de la pasión por un hombre y la lucha por conseguirlo. Tomé todo esto y lo situé en un escenario que conocía muy bien, porque allí transcurrió toda mi infancia”.

Escribiendo desde el final

El modo en que compuso la novela distó mucho de la práctica habitual entre los escritores. No se preparó durante meses, ni trabajó previamente la estructura, sino que se puso a escribir directamente. Lo curioso es que ella había imaginado el final de la historia, pero no el principio ni el nudo del argumento. Así que redactó en primer lugar el último capítulo y después los demás se­gún se le iban ocurriendo. A veces pasaba meses sin escribir cuando se acumulaba el trabajo en casa. Otras aprovechaba ratos de sobremesa. Y muy poco a poco, durante años, fue escribiendo páginas y más páginas que guardaba en unos enormes sobres amarillos. Sólo su marido conocía la existencia del manuscrito.

En 1930 Margaret Mitchell se mudó de casa y la artritis que padecía remitió. Estas dos circunstancias motivaron que retomase de nuevo la vida social y, como consecuencia, su interés por la novela decayó. Durante unos años apenas tuvo tiempo para escribir. Pero un conocido suyo que trabajaba en la editorial MacMillan, en Nueva York, le visitó un día de 1934 y leyó algunos capítulos -llenos de enmiendas y tachaduras- que guardaba en los sobres amarillos. Convencido de que podía ser un gran éxito editorial, se ofreció a publicarlo con la condición de que lo terminase en pocos meses. También sugirió que cambiase el nombre de la heroína, y entre los dos le pusieron el nombre de Escarlata. Tras nueve años de escritura desacompasada, la novela parecía encaminarse a su fin.

Lo que el viento se llevó (1939), de Victor Fleming (parte 2)

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