La Concha de Oro del 55 Festival de San Sebastián fue a parar a manos de Wayne Wang por Mil años de oración, pero la noticia es que esta decisión no provocó tormenta alguna. Una semana antes de que se anunciara el veredicto, cuando aún no se había proyectado la película del realizador chino, la comidilla preferida entre los periodistas era aventurar la que se armaría si Paul Auster, Presidente del Jurado de esta edición del Festival, tuviera que entregar en la ceremonia de clausura algún premio a su “amigo” Wang. A nadie se le escapaba que ambos habían colaborado en el pasado en la dirección y el guión de hasta tres proyectos distintos (Smoke, Blue in the face y The center of the world), aunque también es cierto que su relación se había enfriado en los últimos años por disputas profesionales. El anuncio del máximo galardón del certamen, sin embargo, recibió uno de los aplausos más unánimes que se recuerdan en años. Casi toda la crítica se había rendido hacía varios días a las excelencias del filme norteamericano.
Con un minimalismo exquisito, la cinta ganadora cuenta la historia de un chino jubilado y viudo que viaja a Estados Unidos para intentar dar ánimos a su hija, recientemente divorciada. De esta simple premisa parte una conmovedora y contundente reflexión sobre el inmenso dolor que puede llegar a causar la incomunicación en las relaciones paterno-filiales, y lo absurdas que son en muchas ocasiones las consecuencias de las diferencias culturales. Mil años de oración funciona con la precisión de un reloj suizo, de principio a fin, sin una sola salida de tono, además de contar con unas interpretaciones magníficas. No en vano, Henry O, su protagonista, se llevó también la Concha de Plata al mejor actor, desbancando al gran favorito, Viggo Mortensen, que nunca ha estado más premiable que en la igualmente excepcional Promesas del Este.
Otra película que se llevó galardones fue la muy correcta Siete mesas de billar francés, de Gracia Querejeta. Concretamente el de mejor guión (compartido con Honeydripper, de John Sayles) y el de mejor actriz. Este último para una Blanca Portillo que ya llevaba años mereciendo que su nombre figurara en un palmarés importante. La madrileña convence en su papel de viuda con pasado oscuro, y demuestra que es capaz de hacer suyo cualquier personaje, independientemente de lo variopinto que sea. La lástima es que se fuera de vacío su compañera de reparto Maribel Verdú, cuya interpretación está, cuando menos, al mismo nivel. Hubiera sido un premio ex aequo poco discutido.
Nick Broomfield, sorprendente mejor director
Dentro de un conjunto de decisiones bastante coherentes y razonables, no parece muy acertado conceder la Concha de Plata al mejor realizador a Nick Broomfield por La batalla de Hadiza, su realista y violenta recreación de uno de los episodios más llamativos del último conflicto iraquí. La labor de Broomfield es correcta sin más, aunque algunas de las escenas de su película bordean la gratuidad. Ciertamente había mejores candidatos para recibir este galardón, como Bollaín o Cronenberg sin ir más lejos.
El Jurado se redimió de este leve desliz otorgando su premio especial a Buda explotó por vergüenza, de Hanah Makhmalbaf, una jovencísima directora iraní de tan solo 19 años. Con mínimos recursos, la realizadora logra un poderosísimo alegato contra la injusticia e intolerancia que sufre la mujer en Afganistán. El galardón a la mejor fotografía fue para la hongkonesa Éxodo, una cinta menor que, como suele suceder en casi todo lo que nos llega procedente de la industria cinematográfica oriental, sobresale en la mayoría de sus apartados técnicos.
Un Festival en alza
La cinta libanesa Caramel, proyectada fuera de concurso, encandiló al público que le dio su premio, al que se unió el de la juventud. Cine ligero y optimista, hecho claramente para contentar, que busca no obstante romper tabúes femeninos en la sociedad musulmana.
El regusto que dejó este año el Festival de San Sebastián es, en general, bastante bueno, aunque se le podría exigir un nivel más regular a la sección oficial. Hay demasiado contraste entre una serie de largometrajes que tienen casi categoría de obras maestras (Mil años de oración, Mataharis, Promesas del Este) y otros (Encarnación, Reclaim your brain, Shadows in the palace, Daisy Diamond) que no tienen entidad ni para figurar en el programa de un festival de cine menor, y menos en un serie A. Cualquier pecado cometido en la sección a concurso queda, sin embargo, redimido con la atractiva selección de Zabaltegi, en la que se pudieron ver grandísimas películas que darán mucho que hablar en los próximos meses, como lo nuevo de Paul Haggis (En el valle de Elah) o Julian Schnabel (La escafandra y la mariposa).