· El dardo que nos lanza apunta siempre al mismo lu­gar: ¿Qué harías tú en una situación así? La respuesta nunca es sencilla. El realizador evita dar soluciones pero exige que el espectador tome partido.

En La importancia de llamarse Ernesto, la loca comedia de Wilde sobre la verdad y las apariencias, Jack el calavera dice categóricamente a su insepara­ble amigo Algy: «Ésta es, mi querido Algy, toda la ver­dad, pura y simple». A lo que Algernon matiza: «La verdad rara vez es pura y nunca es sencilla».

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Esa cáustica perla del escritor inglés es el leiv mo­tiv con el que Asghar Farhadi construye todas sus his­torias. La verdad poliédrica, la complejidad de en­tender lo que ocurre y de entendernos.

Farhadi, al contrario que Wilde, no hace bromas con la verdad, se la toma muy en serio poniendo un cuidadoso esmero en evitar simplificaciones. Pue­de que tener demasiado cerca el fundamentalis­mo le haga rechazar las visiones dogmáticas de la exis­tencia pero, y esto resulta igualmente interesante, le queda también lejos el relativismo occidental que ha decidido que la verdad no existe. Di­seccionador de conflictos, observador atento de sus­picacias o recelos, cazador de pequeñas mentiras, de disimulados intereses, va detrás de una explicación coherente de los hechos. La suya es una bús­queda de la verdad inconclusa y abierta, pero no re­signada.

Giro al cine iraní

¿Y quién es este iraní capaz de arrancarle a la Aca­demia el primer Oscar para una República Islámica? ¿Qué tiene su cine para que Hollywood lo reconozca? Los jurados por aquellas tierras no pre­mian los cines periféricos, menos aún de Medio Orien­te, ni regalan galardones a quien no siga «las re­glas».

Farhadi no es un recién llegado, en la actualidad ha rodado seis películas. Dancing in the Dust y Beau­tiful City, sus primeros largos, dejaron clara su vo­luntad de ruptura con el cine iraní que le precedía. Los bajos fondos y ambientes marginales propios del cine negro nada tenían que ver con los am­bientes familiares y cotidianos de directores co­mo Panahi o Kiarostami.

Farhadi supone un punto de inflexión en una cinematografía brillante como la iraní, que comenza­ba a estancarse. El mérito más destacado de su cine  frente al resto de cineastas iraníes quizá sea que ha si­do capaz de saltar la barrera del público cinéfilo y llegar a interesar al espectador general. ¿Cómo lo­gra eso sin renunciar a la raíz cultural de la que pro­cede, sin occidentalizarse? Aunque da la impresión de que el cine del realizador tiene muchos más plie­gues que los que se aprecian a simple vista, va­mos a intentar desentrañar algunas de sus claves.

Dramas domésticos con suspense

Como hemos dicho, sus primeras películas se inscriben en el género negro, sin embargo en sus últimos trabajos Farhadi se reconcilia con la co­tidianidad y comienza a explorarla pero, siguien­do su línea rupturista, retrata lo cotidiano sin renunciar al suspense.

A propósito de Ely, Nader y Simin, una separación y El pasado, las cintas que le han valido el reconocimiento internacional, son dramas domésticos en los que la observación atenta de las caras y las aristas que presenta una misma realidad añade a la ficción un punto de thriller. Las historias son co­tidianas, pero el modo de contarlas tiene una estructura mucho más parecida al género negro que al melodrama. La acción progresa con agilidad impropia de un drama, avanza empujada por puntos de giros sorprendentes, por conflictos que pueden ser habituales pero basculan en elementos inquietan­tes.

En sus películas, Farhadi va dando voz a cada uno de los personajes, escribe guiones que son un es­tudio pormenorizado de las razones de sus protagonistas, de sus visiones, de sus planteamientos mo­rales y sus condicionantes.

El dardo que nos lanza apunta siempre al mismo lu­gar: ¿Qué harías tú en una situación así? La respuesta nunca es sencilla. El realizador evita dar soluciones pero exige que el espectador tome partido, no cabe inhibirse, el cine de Farhadi interpela, involucra y hace dudar.

Con el cambio constante del punto de vista, Farhadi provoca que variemos el nuestro y eso genera el desconcierto propio de una historia de acción. Así consigue interesar a audiencias más amplias. Pe­ro no es el thriller el único punto de enganche; lo real, lo próximo, lo cercano, lo que podría pasar­me a mí, es quizá más adictivo que la intriga y el ci­neasta -que lo sabe- presta especial atención a la ve­rosimilitud de las situaciones. Plantea conflictos de pareja totalmente contemporáneos en los que es  fá­cil reconocerse. De esta forma, barre de un pluma­zo las diferencias culturales y los puntos de lejanía con la sociedad islámica que podrían resultar poco com­prensibles al espectador occidental.

La dirección de actores

Intriga, conflictos cercanos que involucran al espectador y personajes creíbles son los puntos fuertes de Farhadi, que remata las estrategias na­rrativas con una gran dirección de actores. A diferencia de otros realizadores de su país, trabaja siem­pre con actores profesionales porque la complejidad de su ficción hace imposible otra cosa.

Sus protagonistas son casi siempre parejas de cla­se media (toda una novedad en las películas iranís), parejas universitarias en las que las mujeres hablan, no son silenciosas sombras bajo un chador. Sin denunciar, más bien evidenciando, habla abiertamen­te de las relaciones entre hombres y mujeres. Sus cin­tas destilan una prudente crítica social.

El reparto debe trabajar duro en la identificación con el personaje. Según él mismo explica, utiliza téc­nicas del teatro, donde se formó, como recrear es­cenas previas al guión y representarlas para ir haciendo entrar a los actores en la historia. Incluso es­cribe una historia pre-guión y post-guión para ca­da uno de los actores que intervienen y es capaz de exigir a una actriz que tome el autobús urbano du­rante semanas para conseguir una escena realmente cotidiana.

La estructura de la sencillez

Habría mucho que decir sobre el modo de realiza­ción de Asghar Farhadi: la expresividad de la cámara, lo cargado de significación de cada encuadre, el empleo eficaz del rácord de miradas, la proliferación de reflejos especulares, de simbología, confirman que nada, absolutamente nada, es casual.

A propósito de Nader y Simin, una separación di­ce Mario Rajas (Doctor en Comunicación Audiovisual por la Universidad Complutense de Madrid) que es una producción modesta, sin alar­des presupuestarios, ni despliegues publicitarios, pero que presenta, con una poética particular, muy pensada y ela­borada, una narración que consigue lo más difícil y maravilloso de un relato fílmico: moldear en imágenes y sonidos -aprovechando en toda su magnitud la potencialidad de los lenguajes, de los códigos audio­visuales-, la materia prima, la sustancia, con la que se preparan realmente los encuadres, se componen las melodías, o se ensaya cada gesto expresi­vo de los actores que no son otras que las naturales, im­perecederas y universales emociones humanas.

No podemos estar más de acuerdo, la técnica de Farhadi es verdaderamente puntillista, milimetra­da, la pretendida sencillez con la que se cuenta la his­toria -en cada diálogo, en cada mirada, en cada en­cuadre- es solo aparente.

Lo simple al servicio de una idea compleja: la verdad, rara vez es pura y nunca es sencilla, ya lo dijo Wilde.

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