El cine de Pawlikowski: mirada en blanco y negro

El cine de Pawlikowski | A sus 61 años, Pawel Pawlikowski, se consolida como un director de gran valía gracias a dos películas excelentes

El cine de Pawlikowski |Nació en Varsovia, en 1957, durante los años duros del ré­gimen comunista. A la temprana edad de 14 años, y tras una infancia marcada por el divorcio de sus padres, huyendo del comunismo y el frío, se exilió junto a su madre a Ale­mania y luego a Italia, para, a mediados de los setenta, es­tablecerse en Reino Unido. Decidido a quedarse en Oxford se dedicó al estudio de las letras y la filosofía, y es en esta eta­pa de su vida cuando empieza a interesarse por el cine.

Viajamos a finales de los ochenta para encontrarnos con un ya adulto Pawlikowski, que comienza en su oficio de con­tador de historias con obras enmarcadas en el género do­cumental, centrados en materia y personajes soviéticos y ser­bios para la BBC. La multipremiada road movie tragicómi­ca Dostoevsky’s travels (1991) y su hito documental Serbian epics (1992), obtienen el aplauso de la crítica inglesa.

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A finales de los 80 fallecen sus padres, Zula y Wiktor. Tras este suceso, ya gestaba en su cabeza el guion de Cold War (2018), una de sus más célebres obras hasta el momento, donde inspira y reinventa la vida de sus padres.

Tras un híbrido documental-ficción, Twockers (1998), ini­cia con Last resort (2000) su carrera de ficción con pince­la­das biográficas. Gracias a esta cinta es recompensado con el BAFTA al mejor debut británico, repitiendo galardón con su eludible y arriesgada Mi verano del amor (2004), protagonizado por Emily Blunt y Natalie Press.

Cold War (2018), de Pawel Pawlikowski
Cold War (2018), de Pawel Pawlikowski

El célebre director europeo empezaba a ser apreciado por su buen ritmo narrativo y calidad filmográfica cuando su esposa fallece de forma prematura. Este acontecimiento vie­ne acompañado del abandono del que hubiese sido su si­guiente proyecto, The restraint of beasts, además de un pa­rón cinematográfico de más de 5 años para ocuparse de sus hijos.

Decidido a continuar trabajando en el formato audiovisual, se lanza voluntaria y valientemente a la creación de su pri­mera obra en blanco y negro, Ida (2013). La realización de este largometraje le hace regresar a su ciudad natal, Var­so­via, donde sigue residiendo hoy día.

Pawlikowski dijo en una de sus tan codiciadas entrevis­tas, “vivimos en la apoteosis de un narcisismo que se ha con­vertido en ideología y que parece ir en la dirección contraria a una vida religiosa”. Reconocido agnóstico, pero preocupado por esta constante moral y reflexionando sobre la im­portancia de las raíces y de la identidad personal, el director de origen polaco decide abordar este asunto con una ma­gistralidad casuística en la realización de Ida. Huyendo de la manipulación y calzándose de objetividad, se aleja de to­da retórica. Con un formato casi cuadrangular de 4:3 con rit­mo moroso y lánguido (absténganse avezados del cine de ac­ción), al que nos va acostumbrando, nos aparta de todo ar­tificio para introducirnos en una historia enmarcada en los años sesenta, cuya protagonista, una novicia huérfana, es obligada por la madre superiora a visitar a su tía, quien le cuenta sobre su origen judío justo una semana antes de pro­fesar. Un nuevo viaje trascendental, cargado de dudas y don­de la sombra del pasado, el silencio, el diálogo con Dios y la redención, marcarán a dos personajes magistralmente in­terpretados por la actriz novel, Agata Trzebuchowska, y la antológica actriz polaca Agata Kulesza. Esta oda que cla­ma por la vida más allá de nuestro viaje terrenal, parca en diálogos, casi en susurros, es pura alegoría que engrandece un cine minimalista y que permanece en la retina del es­pectador con su hipnotizante poesía visual de principio a fin.

Agata Trzebuchowska y Agata Kulesza en Ida (2013)
Agata Trzebuchowska y Agata Kulesza en Ida (2013)

Y como curiosidad, los avatares del destino quisieron que Pawlikowski, tras un casting con 300 audiciones, encontrara a su protagonista, Agata Trzebuchowska, en una ca­fetería leyendo un libro. Llama la atención, y por ello hay que imaginarse al cineasta polaco acercándose a la me­sa de una inexperta joven proponiéndole un papel prota­go­nista para una película. Ante la pronta negativa de la in­térprete, ésta conocía las películas del realizador polaco, por lo que al final accedió a realizar la prueba, y ahí se dio cuen­ta que podría hacer un gran personaje. Caprichos del des­tino o no, y viendo el resultado final, no cabe duda de que fue una decisión acertada.

Ida, su trabajo más contemplativo y ontológico, recibe pre­mios en festivales de todo el mundo. Gana 5 premios del Ci­ne Europeo (incluyendo mejor película, director y guion). Por último, obtiene el Oscar a la película de habla no inglesa. Este palmarés le genera la certeza de estar en el camino co­rrecto.

Y en la misma línea del blanco y el negro, construye la que ha sido hasta la fecha su obra más aclamada y consen­sua­da por la crítica. El cineasta de doble nacionalidad nos ofre­ce en Cold War un melodrama ambientado en la Europa del este de la posguerra, que da protagonismo a una historia de amor entre un músico y su musa bajo el yugo estalinista, con una destacable interpretación de los ya curtidos ac­tores polacos, Tomasz Kot y Joanna Kulig. Este personal lar­gometraje homenajea a la cultura popular mediante canciones llenas de tradición y amor, ayudado de infinidad de ges­tos y bailes que encumbran la historia conforme avanza la cinta. Entre los premios más destacados que cosecha, en­contramos el de mejor director y película en el último Fes­ti­val de Cine Europeo, o el de mejor director en el pasado Fes­tival de Cannes.

Por si aún lo dudábamos, tras la realización de su empre­sa más arriesgada, Cold War, Pawlikowski termina de demostrar que posee un talento tan inusitado que hace creíble al espectador todo lo que crea. Como si de un truco de ma­gia se tratara, es casi imposible que salgamos indiferen­tes ante la perfecta simbiosis entre sus primorosos y mágicos escenarios.

Joanna Kulig en Cold War (2018)
Joanna Kulig en Cold War (2018)

Da igual que hayamos visto cientos de películas románti­cas en el cine. Pawlikowski es un director que nos ofrece un producto diferente al concebir la “imagen y actuación co­mo la misma entidad”. O cómo los planos articulados de in­teriores y exteriores se conforman al antojo del estado emo­cional del personaje para la comprensión más exhausti­va de la historia. Pero si hay un ingrediente principal que ex­plique el gran éxito cinematográfico, y que nos ayuda a entender su versátil identidad artística, es su leitmotiv na­rra­tivo: la desaparición del arraigo y pertenencia que da sen­tido a la vida de sus personajes protagonistas apátridas, en­contrando otro nuevo o conformando una nueva realidad, con un final liberador con tintes de tragedia griega.

Por esta misma razón, tal vez nos recuerde a dos maestros del cine de calado hondo y espiritual: Carl T. Dreyer, por el estilo, el juicio estático de la imagen que provoca un punto de vista diverso que acostumbra el espectador; y Ro­bert Bresson, por el contenido profundo y comunicativo del lenguaje no verbal mediante la mostración del gesto exen­to de expresionismo. O a películas como Casablanca, (Mi­chael Curtiz) o incluso Doctor Zhivago (David Lean), cu­yo telón de fondo común es el amor subyugado por tiempos de guerra y con tono final parecido.

Pawel Pawlikowski está convencido de que la Polonia tur­bulenta de su niñez, la de los años 60, se esconde entre las paredes, la población y la cultura de su país natal. Es­te es uno de los motivos por el que recurre a esa clara y profunda mirada antropológica en sus últimas películas. “No pretendo hacer películas políticas, solo explicar lo que real­mente pasó”, dice el director de Ida cuando es catalo­ga­do de detractor político. Pero esta no es una premisa ig­nota. La influencia de Polonia en el séptimo arte no se ori­gina con Pawlikowski. De esta patria, y gracias a la Es­cue­la Na­cional de Cine de Lodz, nacen célebres y dispares ta­len­tos del celuloide como el director de nacionalidad pola­ca Roman Polanski (El pianista), el inmenso y referente mun­dial, Andrzej Wajda (El hombre de hierro, Pan Tadeusz), o el reflexivo y moralista Krzysztof Kieslowski (Trilogía Azul, blanco y ro­jo). Sin embargo, Pawlikowski niega ser heredero de Waj­da, como muchos le han etiquetado. Su filmografía nos acer­ca a un cine de autor, a su estilo personal, y aun con un lar­go camino por recorrer, el director de doble nacionalidad nos va mostrando estar a la altura de los célebres artistas aquí citados.

Reconoce que desde que regresó a Polonia se siente más ins­pirado, ¿significará esa afirmación que su exitosa carrera no ha hecho más que empezar? Esperemos que este camino ilu­minador de su tierra natal nos deje obras tan memorables como sus dos últimas en blanco y negro. Y por ello nos se­­guimos preguntando, ¿jugará de nuevo con la conciencia her­mética? ¿Nos ofrecerá un tono, color o atrezo similar o di­ferente? ¿Seguirá mostrando menos y sugiriendo más con sus ángulos fijos mientras sus personajes entran y salen del plano?

Tal vez la espera sea larga, pero muy probablemente, gra­cias a sus personajes interiorizados, su particular encuadre de la imagen y su narrativa parca en diálogos Pawlikows­ki nos entregue otra gran película.

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