Kieslowski: el brillo (¿fugaz?) de un humanista honrado

El estreno en España de la versión cinematográfica de No matarás -uno de los episodios de Decálogo, la célebre serie de telefilmes realizados por Kieslowski en 1988- sirve para recordar al director polaco, muerto a los 55 años, después del agotador esfuerzo desplegado en la inolvidable trilogía Tres colores. Julio Rodríguez Chico, autor de una importante monografía (Azul, Blanco, Rojo. Kieslowski en busca de la libertad y el amor), escribe sobre el director y sobre No matarás, Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes 1988.

Hace diez años moría de un infarto Krzysztof Kieslowski, el cineasta polaco que se atrevió a cuestionar los principios asumidos por las sociedades occidentales, y que se empeñó en despertar al hombre contemporáneo de su letargo moral. Ex­haus­to tras escribir y rodar su famosa trilogía Tres coloresAzul, Blanco, Rojo– para conmemorar la Revo­lución Francesa, se retiró a su patria convencido de haber dicho en imágenes todo lo que pensaba sobre el hombre y la sociedad de su tiempo, y también deseoso de recuperar la vida que el cine le había “robado”.

Dedicado al cine por casualidad -quería dedicarse al teatro-, se formó en la prestigiosa Escuela de Cine de Lodz. En sus inicios buscó acercarse a la realidad a través del documental social o del docudrama humano, preocupado por la falta de libertad y de bienestar de su Polonia natal. Pero su honestidad y perfeccionismo le llevaron a la ficción cinematográfica para extraer las gotas de verdad que aquélla encerraba, con tramas de hondo calado existencial (El azar o Sin fin serían la antesala de la serie televisiva Decálogo y de sus dos versiones para el cine, No amarás y No matarás).

Krzysztof Kieslowski
Krzysztof Kieslowski

Su ingenuidad y su idealismo humanista le llevaron pronto a sufrir los primeros desencantos, a sentirse manipulado por las autoridades comunistas, y también a desmarcarse de cualquier ideología o religión institucionalizada. Por eso apostó por el hombre individual y su conciencia, le colocó en encrucijadas cotidianas -se habla de “azar” en su cine, en conexión con Rohmer, y seguido por Tykwer o el mismo Médem– que le permitiesen construir su vida.

Sin embargo lo suyo no era el destino existencialista y desesperanzado -aunque tenga abundantes afinidades con el pensamiento y sensibilidad de Camus-, sino la libertad interior de quien vive sin miedos ni rencores (mag­nífica encarnación la efectuada, en este sentido, por Juliette Binoche en Azul), sin normas dictadas desde arriba, con un sentido de autocrítica que le capacitase para pedir perdón o rectificar, y también dejando una rendija a la esperanza que llegaría por medio del amor. Este amor redentor sería para Kies­lowski tan contrario a la indiferencia como al hedonismo y materialismo de la sociedad moderna, un sentimiento recogido maravillosamente por una Irène Jacob que revive al escéptico juez interpretado por Jean-Louis Trintignat en Rojo, guinda y síntesis de todo su pensamiento.

Azul, Blanco, Rojo. Kieslowski en busca de la libertad y el amor
Azul, Blanco, Rojo. Kieslowski en busca de la libertad y el amor

Preguntas y respuestas

En toda su carrera hizo gala de una honestidad y coherencia encomiables. Reflexivo y solitario, nunca se doblegó ante la industria ni ante lo políticamente correcto: marxismo y capitalismo recibieron por igual sus críticas por anular al individuo. Escogió el cine como medio para que cada espectador se hiciera preguntas sobre su vida y encontrase sus propias respuestas, para que cada uno se cuestionase aquello que cultura, ideología o medios de comunicación le imponían. Pero Kieslowski no era un ácrata ni un hombre sin moral, sino un amante de la libertad. Su cine -como la vida- resulta a menudo paradójico y contradictorio, y se mueve siempre entre parámetros pesimistas oxigenados con algún rayo de esperanza.

Aunque católico de formación, también se distanció de posturas eclesiales y renunció a soluciones trascendentes para los problemas planteados. Su cine es espiritual por sensible y humano, trascendente pero muy pegado a la tierra, vislumbra un sentido divino en la conciencia y en el camino vital de sus personajes. Preocu­pado por la carencia del sentido de la vida y la infelicidad que percibía en una Euro­pa libre pero acomodada -a diferencia de su Polonia-, decidió escribir y rodar Decálogo para verificar la actualidad de esos mandatos.
Años después quiso cuestionar la vida construida sobre los principios del pensamiento posmoderno, asentado sobre unos frágiles pilares -libertad, igualdad y fraternidad en su sentido burgués-, para desenmascarar la hipocresía y alienación de un individualismo que conducía a la soledad y la incomunicación, y de un tecnicismo que se trasformaba en deshumanización. Cine profundo e interior -metafísico dicen algunos- para hablar de realidades humanas importantes y hacerlo desde la sensibilidad y el respeto, desde la tolerancia y el estudio ma­tizado de cada personaje y situación. Fiel a la tradición cinematográfica polaca, los objetos y signos cobran un sentido metafórico para hablar de realidades más trascendentes, el sonido y los silencios son factores esenciales para adentrarse en el al­ma de los personajes, junto a las miradas y los primeros planos-, y propiciar ese “cine de inquietud moral” polaco en que se inscribió. Una estética que se fue depurando hasta lograr imágenes de gran fuerza visual, capaces de impresionar al espectador.

Su cine es un canto de amor a los primeros momentos de existencia y a los postreros. La vida como derecho del individuo y el rechazo a la pena de muerte fue, asimismo, el eje central del capítulo cinco de Decálogo, cuya versión cinematográfica No matarás se estrena en Es­paña en estos días, y que asombra por su vigente actualidad.

No matarás

En No matarás, la claridad de ideas y contundencia de Kieslowski es meridiana: Jacek es culpable del asesinato de un taxista, y ha sido condenado a muerte a pesar de la brillante defensa de Piotr, un joven abogado que aún cree en la justicia humana. El director polaco se cuestiona que una institución humana pueda sustraer al individuo el derecho sobre su vida, para a continuación criticar un sistema judicial concebido para culpar y no para recuperar al condenado. Su mirada es cruda y sin edulcorantes, y su cámara recoge de manera minuciosa y parsimoniosa tanto el momento del asesinato como el de la ejecución. Pero no podemos hablar de morbosidad, sino de un hiperrealismo que pretende empujar a la reflexión ante semejante atropello. Caminos distintos para un alegato contra la pena capital, más próximo a Lars von Trier (Bailar en la oscuridad) que a Tim Robbins (Pena de muerte), pero igualmente impactante y sobrecogedor.

Pero Kieslowski quiere adentrarse en el individuo y no se contenta con esa denuncia “política”, busca comprender a sus personajes para ayudarles. La dura y mortecina fotografía de Idziak, que se sirve de filtros de tonos sepia, y la partitura de Preisner -habitual colaborador junto al guionista Piesiewicz desde Sin fin-, refuerzan una ambientación de una sociedad podrida y en descomposición.

El cine de Kieslowski se bebe como la vida, en un suspiro, pero hay que saber disfrutarlo. Surge de una necesidad sincera por hablar y ayudar al hombre desde el respeto, en perfecta conexión con un momento y una mentalidad. Por eso el espectador se identificará con sus propuestas, deseoso también de fundir -como su director y sus protagonistas- lo más humano y sensible con lo más espiritual y trascendente, porque todo ello es vida.

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