Martin Scorsese fue uno de los primeros directores con estudios cinematográficos propiamente dichos, junto con un montón de barbudos que coparon las universidades en los sesenta: los Brian de Palma, George Lucas y sobre todo Francis Ford Coppola como el Padrino de todos ellos. Pero mientras sus compañeros de generación se fueron decantando por películas de entretenimiento, Scorsese no ha logrado librarse de sus obsesiones ni del peso de la Little Italy donde vivió su juventud.

Ciertamente su talento visual es arrebatador, pero sus historias están seriamente lastradas por el peculiar abordaje de sus temas preferidos: la atracción del mal, la culpa y la imposibilidad de redención y perdón. A dúo con el guionista y también director Paul Schrader, parece querer exorcizar sus demonios en cada película. Sus personajes deambulan como animales atrapados en pleno proceso de destrucción, sin posibilidad de vislumbrar más allá de las tinieblas. Permanecen asfixiados por el ambiente y por una concepción enfermiza de la religión.

A pesar de sus múltiples influencias -desde Michael Powell a Godard– es un director profundamente personal. Pudo haber tomado el relevo de los grandes narradores -facultades tiene de sobra-, pero se ha quedado empantanado convirtiendo su obra en un retrato del mal de un individuo hipnotizado por la violencia. Y en ese retrato suele olvidar los sentimientos. Está tan preocupado por mostrar la cara tenebrosa de este asunto llamado «mundo» que parece imposible que sus personajes disfruten con algo que no sea el dinero o el poder.

Fascinado por el Ford más sombrío

Afirma que cada año vuelve a ver Centauros del desierto, pero sin duda lo que ama de él es el John Wayne enloquecido. El Ethan Edwards en continuo estado de cólera, antecesor del Travis de Taxi driver. De Niro cabalga por el asfalto al rescate de Jodie Foster como Wayne buscaba a Natalie Wood; pero en Scorsese la poesía de Ford se convierte en vacío y la violencia pierde su carácter libertador para terminar convirtiéndose en un sin sentido.

Taxi DriverUn Hollywood carente de auteurs al estilo Cahiers du Cinema, necesitaba una cabeza a quien coronar y, extinguida la estrella de Coppola, quedaba un Martin Scorsese que parecía el más rarito del grupo. Hay quien ha visto en su oscuridad el más acertado retrato de la sociedad actual. Y quien advierte en sus excesos dramáticos y visuales el andamiaje de la calité. Es cierto que técnicamente es espectacular, intenso y arriesgado. Junto a su montadora habitual, Thelma Schoomaker, logra un estilo fluido, frenético a veces. Quizá solo Brian de Palma use la steady cam tan bien como él. Pero ese derroche de imaginación siempre lo hace en aras de mostrar la violencia de la forma más contundente posible.

Siendo el argumento la plasmación narrativa de una historia, resulta claro que Scorsese no es un director de argumentos sino de historias. De ahí que nunca aprenderá lo que es un metraje normal. Es más creador que director, por eso sus obras son imperfectas, sinuosas, desequilibradas, con un número interminable de secuencias que van encajando como piezas de un puzzle.

Martin Scorsese pasa por ser un autor realista cuando curiosamente dista mucho de serlo. Influenciado por la Nouvelle Vague, parte de un estilo documental. Uno de los nuestros y Casino están llenas de nombres y datos, muchos de los cuales el espectador no podrá recordar, lo que trae al fresco a Scorsese. A él lo que le interesa es el conjunto, la creación de una especie de gran mosaico a base de gruesas pinceladas. A partir de estos iniciales elementos realistas convierte sus películas en obras estilizadas. Ningún director realista usaría sus recursos: la cámara lenta o el rodar en un ring el doble de grande para crear un efecto abstracto como él hizo en Toro salvaje. Un Ken Loach jamás utilizaría los planos cenitales como Scorsese en Taxi driver o en La edad de la inocencia; ni los planos acelerados de Al límite; ni rodaría un final tan exagerado como el larguísimo de El cabo del miedo. Pero sobre todo es su sempiterna utilización de la voz en off la que termina por convertirle en el rey del subjetivismo.

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