El reciente paso por España de Peter Weir, galardonado el pasado octubre con un premio honorífico en el Festival de Cine Fantástico de Sitges, ha evidenciado aún más el vacío provocado por su largo silencio creativo.
El cine de Peter Weir es fecundo en pasajes singulares, ya sea por la poderosa atracción que generan sus relatos, por la mistérica sutileza de sus atmósferas, por la cercana verdad que desprenden sus personajes, por la permanencia y profundidad de sus constantes temáticas… De todo ello emana una de sus virtudes mayores: la suscitación de momentos catárticos, arraigados en un sincero humanismo. De ahí que, además de eficaz antídoto contra sobrecargas audiovisuales, la obra del australiano también sea un bien a difundir y preservar.
Con una trayectoria tan interesante como breve de sólo 16 largometrajes en 50 años de carrera, sí, se echan en falta más películas de Weir. Ya no son recientes sus cintas más prestigiosas y populares: Master & Commander. Al otro lado del mundo (2003), El año que vivimos peligrosamente (1982), El Show de Truman (1998), Único testigo (1985), El club de los poetas muertos (1989)… Más antigua y desconocida es su obra australiana, que comprende los cortos, trabajos televisivos y primeros largos, entre los cuales destacan Picnic en Hanging Rock (1975) y La última ola (1977). Hoy aguardamos otra historia del de Sidney, deseando la provisionalidad y pronta conclusión de su dilatado fundido en negro.
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El artículo completo puede leerse en el nº 196 de FilaSiete (diciembre 2018).