A zancadas en un campo de abrojos: Schnabel al encuentro de la pintura de Van Gogh
Para bucear en la mirada de Van Gogh, a Schnabel no le ha quedado otro remedio que mostrarnos la única visión que conoce bien: la suya propia. La cosa no es tan grave ya que al ser los dos pintores, no deben ser muy distintas.
Hay que ser muy valiente, o tener muy poco sentido común, para hacer una película sobre Van Gogh, un pintor del que se han hecho ya tantas y algunas, como la de Pialat, tan buenas. La idea de meterse a zancadas en este campo de abrojos es de Julian Schnabel, un cineasta que también pinta y que ya se había atrevido con otros artistas como el poeta cubano Reinaldo Arenas y el grafitero neoyorkino Jean-Michel Basquiat.
Y como no hay dos sin tres, aborda ahora Schnabel los últimos años de Van Gogh, quien como un girasol «con mil veranos» -en palabras de Artaud- es todavía en los museos contemporáneos, habitados por los hielos perpetuos del arte conceptual, zarza en llamas en la que poder calentarse.
La crítica no ha sido ni unánime, ni benévola esta vez con Schnabel. Han desaparecido los elogios que se entonaron a coro ante esa historia sobrehumana que filmó en La escafandra y la mariposa (2007). Se le reprocha ahora haber hecho una película larga, sembrada de trucos visuales y, para colmo de males, hagiográfica. Dicen que se ha hundido en el fango de su propia confusión, y que solo el actor Willem Dafoe ha sobrevivido, dando vida -con una verdad que asusta- a un pintor con la inocencia del que no vive para sí, pero totalmente desbarajustado en cuerpo y alma.
La película, que a tantos ha parecido áspera y aburrida, puede, sin embargo, abrirse camino fácilmente en el espectador confiado, igual que entra hasta el fondo y sin avisar, la visión del anochecer en un campo de trigo. Se acepta entonces sin protestar que la cámara se agite como si fuera un trapo de cocina en un tendedero, que los planos sean inestables -«más inestable es la vida», dice Schnabel– o que se reiteren los efectos visuales ad infinitum. Esta vez ir al cine es como ir a ver una pintura.
Pintar con la cámara
Es precisamente de una visita de Schnabel con su guionista Carrière al Museo de Orsay de donde surge la idea de rodar At Eternity’s Gate. De allí salieron decididos a filmar una historia que hiciese experimentar al espectador la misma impresión fragmentada y abrumadora que se tiene cuando se sale de ver una exposición memorable. La acumulación de imágenes y el impacto que dejan, hace que al acabar, el visitante se sienta bastante mareado aunque con una sensación de polvo de oro flotando en el aire, difícil de describir.
Por eso a Schnabel le ha acabado resultando imposible diseccionar su película. «Si supiera decirlo con palabras no tendría que danzar», decía Isadora Duncan. En las ruedas de prensa, cuando se ve acorralado e incapaz de aclarar los entresijos de su trabajo, Schnabel se defiende como puede: «para explicar una obra de arte, lo mejor es intentar hacer otra», argumenta siempre.
Para bucear en la mirada de Vincent, a Schnabel no le ha quedado otro remedio que mostrarnos la única visión que conoce bien: la suya propia. La cosa no es tan grave ya que al ser los dos pintores, no deben ser muy distintas. El resultado es experimental, a ratos desconcertante, pero gracias a Dios, nada pretencioso. Al igual que se hizo en Loving Vincent (Kobiela y Welchman, 2017), la primera película de la historia animada realizada al óleo, aquí también se ha hecho un esfuerzo estratosférico para dejar que hable la pintura.
Schnabel, ante el dilema de cómo desvelar el proceso de la creación animará a Delhomme, su director de fotografía, a grabar cámara en mano. Sin ser, al parecer, muy consciente de ello, Delhomme acaba pintando con la cámara, moviéndola como si fuera una brocha. La misma vehemencia, los mismos giros en espiral que Vincent imprimía con sus arremolinadas pinceladas, están ahí. Que cada uno juzgue por sí mismo si grabar así no es como pintar con una cámara.
El resultado es que la historia de Van Gogh que solo se roza en breves pasajes -quizá los más planos de toda la filmación-, acompañada por ese protagonismo de la visión, se vuelve más verdadera. Cortarse una oreja o no, ya no parece tan importante. Bukowski que con tanta furia arremetía contra los que se interesaban más por la demencia del holandés que por sus fulgurantes pinturas, puede estar ahora un poco más tranquilo.
La visión del pintor
La cámara no es sólo pincel, también nos muestra la visión del pintor. Ya sea con el vaivén que recuerda las idas y venidas al mirar un lienzo, con la cualidad casi táctil de los primeros planos, o con los pasajes emborronados, Schnabel no ahorra ningún esfuerzo para aproximar al espectador a esa experiencia.
Los planos subjetivos se multiplican al tiempo que el sonido se hace eco de la respiración entrecortada del pintor. Vemos por sus ojos y nos desestabilizamos también un poco con él. En una corta escena en que pinta los almendros, el blanco y negro invade la pantalla: la textura del lienzo y de lo visible se intercambian.
Hacia la mitad del metraje se empieza a desenfocar la parte inferior del encuadre, una franja borrosa que nos deja primero desconcertados y luego fuera de juego: temores, confusión, agua en los ojos del artista que parece a punto de llorar. Al aproximarse el final, Schnabel decide entintar toda la pantalla de amarillo. Son los días del manicomio, donde pese a lo que pueda suponerse, la locura permanecía casi siempre a raya. Las conversaciones, cara a cara, en las que se confrontan las profundidades del alma, ritman un caos que no puede domesticarse del todo.
Pintar deprisa
Una de las ideas sobre la creación pictórica que más peso tienen en la película es la rapidez con la que se tiene que plasmar una visión para que no se malogre. Nos introduce así Schnabel en la obediencia al don que empuja a no detenerse. Eso que estaba latente en las cartas que escribió Vincent a su hermano Theo, lo había sabido ver ya Kurosawa en el fragmento que le dedica a Van Gogh en Los sueños (1990). Para hacer tangible esa vehemencia había intercalado una locomotora a vapor, en blanco y negro, acompañada por un apresurado preludio de Chopin.
También Schnabel ha punteado las caminatas incansables y aceleradas de Vincent, en las proximidades de Arles, con la música para piano de la ucraniana Tatiana Lisovskaya. Una música a trompicones, que nos habla de una mente agitada por una irrefrenable prisa interna. Durante el rodaje, Schnabel reveló su propia visión del quehacer artístico, alentando a su equipo, con una esclarecedora consigna: «el primer pensamiento es el mejor pensamiento».
«Hay que pintar deprisa, ¡cuánto se pierde, fugaz, que no vuelve a encontrarse», decía apenado Sorolla. La prisa de Van Gogh, no obstante, parece ser de una especie distinta. Los impresionistas pintan con rapidez para lograr asir lo fugaz. Los postimpresionistas -Gauguin, Cézanne, Lautrec y el propio Van Gogh- lo que de verdad buscan no es asir sino acertar. Que por encima de todo, la intuición prevalezca.
Por eso Vincent recorre el Louvre, a la caza de los más audaces -Hals, Velázquez, Goya, Veronés, Delacroix-, como un buscador de oro que intenta no perderse el secreto que relampaguea todavía en sus obras y que no es otro que capturar la esencia a la primera porque a la segunda ya solo quedan flotando los accidentes.
La esperanza que nace de lo real
«La pintura es el arte más exigente. Es la vida que entra por los ojos», decía Pialat. Pero la vida es imparable y no entra nunca a sorbos, sino invadiéndolo todo como una tromba; de ahí que el que se deje inundar esté más en riesgo de perder el equilibrio, que los que viven aislados en sus preocupaciones.
La manera en que Dafoe expresa la comunión que Vincent tiene con lo real, así como su conciencia de haber sido bendecido con el don de la pintura -don del que se siente profundamente agradecido pero también seriamente responsable- hace que la cinta esté impregnada de esperanza.
Una esperanza que nace de “ver” en la naturaleza y en todo lo que le sale al paso -también en las personas, sobre todo en su querido hermano- la presencia inasible de Dios, al que no entiende del todo, pero al que ama profundamente. Toda esa contemplación, tranquila unas veces y exultante otras, emerge en la mirada y en la sonrisa de dientes separados de Dafoe con una verdad que nos desarma.
Dafoe se dio cuenta de que Vincent tenía un deseo feroz de «tocar a Dios a través del color, de la luz, de la perspectiva de la respuesta plena al paisaje y al mundo que le rodeaba». Por eso es una película con mucha luz de la que uno sale con más alegría que entra, a poco que se esfuerce.
Al final de los créditos
En los títulos de crédito, si tenemos paciencia, nos espera una pequeña epifanía, difícil de comprender, pero en la que se nos entrega el alma de la película. Quizá el pasaje más bello y más emocionante de toda la cinta, del que no diremos más para no hacerle perder su brillo.
Escondida y humilde, esa última revelación espera a los familiares de los que han trabajado en el rodaje que se quedarán para ver escrito en la pantalla el nombre de los suyos. También sale al paso de aquellos espectadores que continúan la antigua tradición de quedarse siempre hasta el final, como homenaje callado a todos los que han hecho esa película que, aunque parezca imposible, podrán ver personas que ni siquiera han nacido todavía.
Así no se olvida que el cine, como la vida, es para sembrar trigo pero que la cosecha aún no está aquí. Que nadie se preocupe, aún queda tiempo: las puertas de la eternidad no se han abierto todavía.