Historia de Enrique Granados

El modo de rodar y montar las versiones de obras de Enrique Granados es brillante. No solo hay música, también está pre­sente la danza.

La directora Arantxa Aguirre (Dancing Beethoven, Una rosa para Soler) reincide en el cine sobre músicos con El amor y la muerte. Historia de Enrique Granados. Co­labora nuevamente con la pianista Rosa Torres Pardo, que tiene mucho protagonismo a lo largo del metraje como principal intérprete de la obra del compositor na­ci­do en Lérida, el 27 de julio de 1867, y muerto en el Ca­nal de la Mancha, un 24 de marzo de 1916.

El documental sobre el compositor Antonio Soler, más conocido como Padre Soler (1729-1783), nos ayudó a conocer más y mejor a uno de los grandes maestros del Barroco. Fue «una doble pirueta sin red», nos cuenta la di­rectora. En efecto, no debió ser fácil contar la historia de un hombre que pasó casi cincuenta años en el Monasterio de El Escorial.

Por suerte para el público y para la difusión de la his­toria de la música española, pianista y directora prepa­ran otro proyecto, que se acercará a Manuel de Falla (1876-1946).

Reciente el centenario de la muerte de Enrique Granados, había «un montón de estímulos visuales» para Agui­rre, como el Canal de la Mancha, tumba de Grana­dos, en una muerte trágica, que parecía escrita para un hombre al que aterraba viajar en barco, alguien que muchas veces había manifestado su convicción de que mo­riría ahogado.

La película cuenta de un modo conmovedor la muerte y el amor que dan título a la cinta. Como es sabido, Enrique Gra­nados superó lo más difícil: el viaje de ida y vuelta Gran Bretaña-Nueva York, pero el destino quiso que un sub­marino alemán torpedeara el Sussex. Marido y mujer se hundieron abrazados, entre Francia y Gran Bretaña, de­jando desconsolados a sus seis hijos.

Cumplidos los 100 años de su muerte

La idea inicial era estrenar coincidiendo con el cente­na­rio de Granados, pero el retraso ha servido para que el producto final tenga mucho más lustre. Se ha podido in­corporar, por ejemplo, toda la información que aporta la versión en castellano de la biografía de Granados es­cri­ta por el profesor Walter Aaron Clark. También está la correspondencia epistolar desde Nueva York, ciudad que le encumbró y le mató al mismo tiempo. Esa correspondencia, que solo estuvo disponible después de 2016 gra­cias al trabajo de la musicóloga Miriam Perandones, ha sido un elemento nuclear de la película: «oro puro», se­ñala Aguirre con rotundidad.

Aguirre se siente otra después del éxito de Dancing Bee­thoven. «Ya soy visible», afirma. Quizá esa visibilidad le haya permitido contar con los colaboradores desea­dos. Aguirre soñó con las ilustraciones animadas de Ana Juan, toda una celebridad después de tantas porta­das de The New Yorker. Y las logró.

Aguirre explota su faceta de investigadora en Filología para enriquecer su retrato de Granados. Necesitaba una pista sobre cómo podría sonar la voz de Granados. Ha­bía nacido en Lérida, sí, pero sus padres eran inmigrantes y había vivido en Madrid, París y otras ciudades. Le­yendo a Juan Ramón Jiménez en Españoles de tres mun­dos encontró que no se podía poner en duda el «deje ca­talán» del compositor. La cosa estaba clara: hacía falta un actor catalán para leer las cartas de Granados. La pri­mera opción era Jordi Mollà (El cónsul de Sodoma), y también dijo «sí».

El modo de rodar y montar las versiones de obras de Gra­nados es brillante. No solo hay música, también está pre­sente la danza: dos componentes del Ballet Béjart bailan a Granados.

Junto a Rosa Torres Pardo, actúan otros pianistas co­mo Evgeny Kissin y el guitarrista José Manuel Cañi­za­res, que inicia la interpretación de la famosa Danza Es­pañola Op.37. Es uno de los pasajes más emotivos gracias a la calidad de los intérpretes, pero también a la des­treza de Aguirre rodando el movimiento de los dedos que producen la música. Algo que no está al alcance de cual­quiera, y que es una prueba de la madurez de Agui­rre como directora. Inolvidable es la secuencia que pro­ta­goniza la violonchelista Ángela Torres interpretando el Intermezzo.

La película muestra muy bien el contexto musical es­pa­ñol de aquella época, una época de grandísimos talen­tos que surgían casi milagrosamente en una España sin me­dios para el desarrollo de una carrera musical. Así, ese mi­lagro llamado Pablo Casals, cuyo primer violonche­lo te­nía una enorme calabaza como caja de resonancia, se con­vierte en un personaje principal en el clímax de la pe­lícula, en la parte del estreno de la ópera Goyescas en Nue­va York. Granados y Casals, dos artistas que pu­dien­do haber sido rivales prefirieron ser amigos.

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