Manhattan

Un Woody Allen desatado retrata la crisis de la mediana edad en su sempiterna Nueva York

Manhattan (1979)

Manhattan: El tiempo también pinta

¿Qué es Manhattan? ¿Una comedia? ¿Una historia de amor? ¿El retrato de una ciudad? ¿La autobiografía de Woody Allen? Cuando uno vuelve a reencontrarse con Manhattan descubre que recuerda sobre todo su comienzo, los planos de los rascacielos y las calles nevadas de un Nueva York invernal que se van sucediendo al ritmo de la Rhapsody in Blue de George Gershwin. Y también comprueba que sigue imperturbable esa escena bajo el puente de Queensboro donde se ven al trasluz las siluetas de Woody Allen y Diane Keaton sentados en un banco. Se ha convertido en una imagen icónica de la película y del cine en general.

Para encontrar algo igual hay que retrotraerse a Vértigo (1958), cuando James Stewart se lanza al agua para rescatar a Kim Novak. Era otra ciudad, San Francisco, y otro puente, el Golden Gate; pero en las dos hay algo que perdura, un intento por atrapar la inmortalidad. En la de Hitchcock hay vértigo por un amor enigmático que se le escapa al protagonista, en la de Allen el vértigo es por envejecer sin encontrar ese amor sea enigmático o no, por encontrar algo por lo que valga la pena vivir.

Y también volviendo a ver Manhattan, uno descubre que sigue ahí el rostro adolescente de Mariel Hemingway, y que vuelve a llorar al ser rechazada por el personaje de Woody Allen. Sí, todo eso sigue imperturbable en la memoria y bien reconocible. El problema es que el cogollo de la historia se suele olvidar. En el centro mismo de Manhattan anida un batiburrillo sentimental. Un continuo baile e intercambio de parejas que termina cansando. Relaciones más o menos amorosas que se hacen y deshacen de forma caprichosa. Hay bastante egoísmo en los personajes, sobre todo en Isaac Davis, el guionista de televisión judío, charlatán y enamoradizo interpretado por Allen, que se muestra un mal tipo por cómo trata de retener a TracyHemingway– para que no cumpla su sueño de ir a Londres a pesar de haberla abandonado antes por otra mujer.


En los setenta Nueva York era una fiesta, como escribió de París el abuelo de Mariel. La famosa discoteca Studio 54 estaba en su apogeo con su fiebre del sábado noche, y por la City rondaba Andy Warhol con sus latas de sopas, Truman Capote escribía con sangre fría su música para camaleones y John Lennon cantaba a la paz; pero la ciudad tenía poco de pacífica, era una bestia de hormigón, una jungla donde las bandas de delincuentes campaban a sus anchas.

Aquella Nueva York brutal inspiraba películas como Taxi Driver (1976), Serpico (1973), The French Connection (1971), o The Warriors: Los amos de la noche (1979), aquella película de Walter Hill sobre bandas juveniles inspirada ni más ni menos que en la Anábasis, la Expedición de los 10.000 de Jenofonte (para que luego digan que los clásicos están muertos). Todas eran películas duras, violentas, con un toque documental.  Ni a Scorsese, ni a Lumet, ni a Friedkin, ni por supuesto a Hill se puede decir que Dios les haya llamado por el camino de baldosas amarillas de la comedia romántica. Pero Manhattan era otra cosa, en sus imágenes, y no tanto en su trama, había belleza, se filtraba una nostalgia de un tiempo pasado ya perdido o una añoranza de un futuro aún por llegar. Gordon Willis, el señor de las tinieblas, que unos años antes había fotografiado El Padrino (1972), supo captar el momento decisivo del que hablaba el fotógrafo Cartier Bresson y nos mostró un Nueva York en blanco y negro lleno de brillos y oscuridades.

Manhattan (1979)

Y viendo al personaje que interpreta Allen uno no puede dejar de preguntarse cuánto hay de él en ese Isaac Davis de 42 años. Porque a menudo la imagen que tenemos de Woody Allen como persona es tal como la vemos en esta película. Un tipo que habla por los codos a toda velocidad, que hace chistes cultos y está obsesionado con el sexo. Pero ese es un tema que excede de la crítica cinematográfica, así que mejor dejárselo a su biógrafo.

En Manhattan Allen nos ofrece un juego de espejos. No llega a saltar la cuarta pared hablando directamente a cámara, pero se vale de algunas estratagemas para ponerse por encima de la película y describirnos de qué va el asunto. Lo hace de forma clara cuando utiliza la voz en off al comienzo mientras suena la música de Gershwin, pero también cuando se echa en un sofá y dicta a una grabadora la trama de un posible guion a escribir: «Una idea para una historia corta sobre gente de Manhattan que está creando constantemente problemas reales innecesarios neuróticos para ellos mismos porque les impide lidiar con problemas más irresolubles y aterradores sobre el universo». Tiene Manhattan, pues, un punto de retrato generacional. Está plagado de personajes cuarentones pero inmaduros que buscan algo pero no saben qué, por eso parecen empeñados en complicarse la vida de manera absurda. Es curioso que sea la casi niña Tracy la más madura de todos. Isaac Davis y sus amigos van como una pandilla de nómadas al teatro, al cine, a Central Park, al planetario… buscando algo que llene sus vidas. Quizás en busca de la belleza en una ciudad que les devora, puede que con la intención de cumplir la línea de texto que alguien afirma en King Kong -también ambientada en Nueva York-: la belleza mató a la bestia.

Manhattan es una película que no estoy seguro de que guste a un público joven actual. Su humor es verbal e intelectualoide. Los diálogos están plagados de nombres de escritores y artistas (Norman Mailer, Nabokov…) que si no se conocen no harán gracia. Allen hila muy fino. Es complicado reírse de un chiste sobre Noël Coward y los martinis, si no se conoce algo de la vida y obra del dramaturgo inglés autor del guion de Breve encuentro (1945). Cosa que no pasa con el humor de Chaplin o Keaton, por ejemplo, que siempre es actual y para todos los públicos. Por eso tengo la impresión de que Manhattan perderá poco a poco su carácter de comedia, y se irá cuajando como el retrato de una época, pero sobre todo se convertirá en una carta de amor a la Gran Manzana. Es lo que tiene cumplir años, que lo que está vivo se transforma; porque al fin y al cabo, como decía Goya, el tiempo también pinta.

Ficha Técnica

  • Fotografía: Gordon Willis
  • Montaje: Susan E. Morse
  • Música: George Gershwin
  • Diseño de producción: Mel Bourne
  • Vestuario: Albert Wolsky
  • País: EE.UU., 1979
  • Duración: 96 min.
  • Disponible en: Movistar+, Filmin
  • Público adecuado: +16 años
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