Raíces profundas

Raíces profundas: Una obra maestra

Raíces profundas es una película portentosa, imitada has­ta la saciedad, que mantiene una frescura envidiable, la que conservan solo las obras maestras de los maestros.

Siempre es una buena oportunidad para volver a ver Raíces profundas. Pero quede claro, que la película de Stevens es tan bue­na, que hay que verla todos los años.

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George Stevens (1904-1975) es un cineasta de un talen­to envidiable. Basta mencionar sus mejores películas para asumir­lo: En alas de la danza, Serenata nos­tálgica, La mujer del año, Gunda Din, Un lugar en el sol, Gigan­te…

Pero dentro de esa brillante trayectoria, Raíces profundas es otro cantar, es una película portentosa; imitada has­ta la saciedad (el último admirador es Winding Refn en Drive), mantiene una frescura envidiable, la que conservan solo las obras maestras de los maestros, y Ste­vens lo es, vaya si lo es.

El fi­nal de la película, con ese jinete alejándose con la mano extendi­da, crispada, mientras el niño grita en la lejanía, es inolvidable. El Oscar a la fotografía pone de relieve el trabajo de Loyal Griggs con el technicolor, en el que Stevens tuvo mucho que ver (no olvide nadie que fue di­rector de fotografía 69 veces en­tre 1923 y 1933).

El guión de Guthrie, que adap­ta una novela de Jack Schaefer, es la fluidez: elegante, rimado, majestuoso. Tiene la película una presentación de personajes y un camino ha­cia el conflicto que son una belleza. Cuando llega el clímax, Stevens ha conseguido que queramos a Joe, Marian y Joey Starret, porque les vemos con los ojos de Sha­ne, un hombre con las manos man­chadas de sangre que se sabe atra­pado por su pasado, que se ha ena­morado de una familia y sabe que tiene que irse.

La música de Victor Young lo im­pregna todo con ese aire legendario, sin afectación. Alan Ladd, Van Heflin, Jack Palance nunca es­tuvieron mejor. Lo de Jean Arthur daría para un libro.

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