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Veredicto final

Lumet, Newman y Mamet en un drama judicial de aroma clásico que crece con los años

Veredicto final (1982)

Veredicto final: La fe y la justicia

Cuando se habla de gloriosos planos de apertura en el cine se suelen citar películas espectaculares como Apocalypse Now (1979) –Coppola está muy bien valorado en este apartado, si no vean el plano «I believe in America» con el que se inicia El padrino (1972)-. También es fácil que vengan a la memoria los primeros compases de cintas como 2001: Una odisea del espacio (1968), de Kubrick, o los de Vértigo (1958), de Hitchcock; pero, sin duda, la que nadie nombraría sería esta película. Sin embargo, el plano de apertura con la que se inicia Veredicto final, con un Paul Newman a contraluz jugando al pinball en un bar, es sencillamente prodigioso. Ahí está la esencia de Frank Galvin, ese abogado alcohólico y divorciado, que carga con un buen saco de errores a sus espaldas, y que cada mañana su vida depende para arrancar de un primer golpe de suerte.

El protagonista es un tipo que paga para poder colarse en los tanatorios y repartir su tarjeta de visita a las viudas. Porque Frank Galvin es un mal tipo. Sí, lo es, y eso es lo que le hace grande. Es sorprendente que dos productores avezados como Brown y Zanuck, que habían producido El golpe (1973) y Tiburón (1975), no lo advirtieran desde un principio, ya que el que sea un desecho humano al comenzar no significa que tenga que serlo al llegar los títulos de crédito del final, porque al fin al cabo la película va de la redención, de la oveja perdida, del hijo pródigo, de la fe en última instancia.

Tuvieron que aparecer el director Sidney Lumet y Paul Newman para descubrirles de qué va de verdad la historia. Una historia en la que en las sucesivas versiones del guion habían blanqueado al protagonista haciéndole más virtuoso y presentable en un grave error de construcción del personaje, pero cuyo oscuro reverso terminaría plasmado en la pantalla al ser rescatado dicho guion primigenio escrito por David Mamet. Que es un guion asombroso en su sencillez, profundo por las teclas humanas que toca, complejo en su búsqueda de la verdad, hermoso por la luz que desprende al iluminar la noche oscura del alma.

Es la historia de un abogado en horas bajas que solo trata de hacer dinero a toda costa, y que, en una escena tan sencilla como epifánica en un hospital, descubre que su cliente es mucho más que la piltrafa humana que le va a hacer ganar unos dólares. Hay que retornar a Dreyer para ver una resurrección igual en un personaje, el de Galvin, que hace que sospechemos que quizás es cierta aquella frase de Scott Fitzgerald de que no hay segundos actos en las vidas americanas.

Hay en Galvin una certeza ciega de que el caso que se le presenta es su última tabla de salvación, y por eso se repite una y otra vez a sí mismo: «no habrá más casos, este es el caso». Y la perspectiva que se elige para narrar su peregrinar en busca de la verdad está en las antípodas de Doce hombres sin piedad (1957), dirigida también por Lumet al comienzo de su carrera. Pero Lumet en esta ocasión apenas echa un vistazo a los miembros del tribunal, y el guion tiene una mirada negativa sobre la justicia como enmarañado proceso administrativo, describiendo al juez como un tipo cínico, tragaldabas y mezquino, que lo único que quiere es terminar pronto para irse a su casa a cenar.

El asunto que se juzga es un caso terrible de negligencia médica, que involucra a distintos estamentos en un Boston donde todo parece viejo y decadente, desde la oficina de Frank, y su apartamento, hasta el mismo juzgado, como si todo fuera una extensión del propio estado de ánimo del protagonista. Este es fotografiado por Andrzej Bartkowiak en ocasiones en contrapicados y planos tan generales que parecen la visión del mismo Dios, y que ayuda a cimentar la imaginería de una película muy religiosa, donde la fe se abre camino a pesar de todo, ya que como dice Galvin «actúa como si tuvieras fe y la fe te será dada».

Pocas estrellas se hubieran atrevido como Newman a hacer un personaje en principio tan negativo, seguramente hoy día alguna que otra de sus escenas con Charlotte Rampling habría sido censurada. Una Rampling misteriosa, de aspecto lánguido y frágil, en un papel milimétricamente medido lleno de recovecos y pliegues. Les acompaña Jack Warden, como el ayudante y amigo de Frank, que siempre ha sido uno de esos magníficos secundarios que actúan sin actuar, que te hacen creer que sus diálogos no han sido previamente escritos. Como contrapunto al protagonista tenemos a un maravilloso y embaucador James Mason dando vida a un abogado experimentado de suaves maneras y con un toque mefistofélico, pero que bajo su piel de lobo al acecho parece guardar algo de admiración por ese llanero solitario que es Frank Galvin.

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Ficha Técnica

  • Fotografía: Andrzej Bartkowiak
  • Montaje: Peter C. Frank
  • Música: Johnny Mandel
  • Diseño de producción: Edward Pisoni
  • Vestuario: Anna Hill Johnstone
  • País: EE.UU. (The Verdict), 1982
  • Duración: 129 min.
  • Distribuidora: Fox
  • Público adecuado: +16 años
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