La exposición «La cámara indiscreta Tesoros Cinematográficos de Magnum Photos» puede visitarse en Madrid, en la Sala Canal Isabel II, hasta el próximo 27 de julio.
El cine es engaño, es mentira y es artificio. Y lo sabemos. Al entrar en esa sala oscura a ver imágenes en movimiento hacemos un esfuerzo consciente de suspensión de la incredulidad para entregarnos al relato. Por supuesto, lo que estamos viendo ha sido preparado y ensayado, pero no nos importa. Y a veces debería importarnos: el trabajo detrás de las cámaras es otra historia en sí misma, y conocer los engranajes que sustentan las películas, lejos de desmitificarlas, engrandecen su leyenda.
Esto es lo que ofrece la exposición «La cámara indiscreta Tesoros Cinematográficos de Magnum Photos” en la sala Canal de Isabel II, un pase al backstage de algunos de los mayores clásicos del cine de entre los 50 y los 70, de la mano de la no menos clásica agencia de fotografía Magnum, que cuenta con nombres como Henri Cartier-Bresson, Eve Arnold o Dennis Stock. Las 116 fotografías reunidas componen una colección algo irregular, que combina auténticos hallazgos fotográficos con otros que no pasan de lo anecdótico.
Los platós, las grúas, los actores relajándose entre toma y toma, son imágenes paradójicamente cargadas de magia. Es posible que las culpables de esto hayan sido películas como El crepúsculo de los dioses o Cantando bajo la lluvia, que nos mostraron esa parte de la industria desde un prisma de respeto y fascinación. Hay también algo especial en ver a los directores en medio de su trabajo, o a las cámaras rodando, como si estuviésemos siendo testigos del momento exacto en el que el arte se materializa.
Una de las mejores secciones de la exposición es la dedicada a El proceso, de Orson Welles. Es una de sus mejores películas, culminación de su estilo abigarrado e inmenso, y seguramente tenga que ver la puesta en escena, pero ninguna de las fotografías de Nicolas Tikhomiroff tiene desperdicio. Un díptico nos presenta a Welles bajo dos luces. Una durante el rodaje (a contraluz, como un demiurgo que todo lo ve) y otra en la sala de montaje (bajo una tenue luz y con un puro entre los dedos, enfrascado en su trabajo).
Se puede apreciar la relación de la Magnum con el cine, las amistades que unían a fotógrafos con directores. De otra forma no habría sido posible mostrar con tanto acierto y naturalidad a John Wayne dirigiéndose a sí mismo en El Álamo, o a Marilyn Monroe descansando en el set de Vidas salvajes (su última película), desprendiendo una magia que sólo Cartier-Bresson podría haber atrapado, en la que quizás es la mejor fotografía de la exposición.
Otros tramos de la selección realizada para esta muestra incluyen a los monos de El planeta de los simios descontextualizados, sentados en un banco en medio de la calle o conduciendo una moto, o ver a Charlie Chaplin sin su bigote ni su bombín, dirigiendo con una pasión casi palpable. También es imposible pasar por alto la foto a Terry Gilliam, de pie ante una de sus enormes y monstruosas maquetas, arropado por unas surrealistas nubes naranjas (sinécdoque perfecta de su universo visual).
Como señala Carlos Saura -director de cine y a la vez consumado fotógrafo- en el texto introductorio del atractivo catálogo, “hay distintas modalidades de fotografías en el rodaje: aquellas que se realizan repitiendo rigurosamente una escena o aquellas otras que corresponden más a un reportaje de cómo se hace, cómo se trabaja, cómo son las entrañas de una película. Las fotografías que aquí se exponen corresponden a la segunda opción, de visión más personal y creativa”.
En suma, una exposición algo inconsistente, que vale la pena visitar por lo que nos ofrece: una excusa para volver atrás y disfrutar de las obras maestras del cine, esta vez desde el otro lado de la cámara.
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