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Entrevista a Jim Sheridan, director de «En América»

«Lo más poderoso es la presencia de lo invisible. Nos han engañado al decirnos que en el cine to­do debe ser tangible».

Jim Sheridan lleva un par de horas atendiendo a la prensa en una habitación del Palace madrileño. Nos sa­luda, sin levantarse, con un “Hi” apa­gado propio de un tipo cansado. A la tercera pregunta se pone en el borde del asiento, asien­­te a nuestras preguntas, nos interrumpe. La entrevista a Jim Sheridan, director de En América terminó con apre­­tones de ma­no, sonrisas y agra­­decimientos mutuos. Buen ti­po, cordial e inteligente, este dublinés bajito y pausado, que manifiesta la profundidad de su mirada dramática al referirse al Ford de El hombre tran­quilo, a Sha­­­­kespeare y a Joyce co­mo referentes necesarios para entender sus convicciones sobre los efectos de la represión brutal de la revolución pu­ritana contra el matriarcado irlandés.

Jim Sheridan (Dublín, 1949) llegó a Nue­­va York con una gran experiencia como dramaturgo. Allí estudió cine. Mi pie izquierdo (1989), su primera película sobre el pintor y escritor irlandés Christy Brown, se llevó dos Oscar en la parcela interpretativa (Da­­niel Day Lewis y Brenda Fricker).


Luego vendría El prado (1990), un drama rural con regusto a tragedia griega, con un magnífico Richard Harris. En 1993, En el nombre del padre, que para muchos es su mejor obra, conmovió al mundo entero con uno de los más vigorosos retratos de la paternidad que el cine ha puesto en las pantallas. The boxer (1997) reunió a Daniel Day Lewis y a Emily Watson en una historia de perdedores con el conflicto norirlandés de fondo. Hell’s kitchen, la productora de She­ridan, tiene entre sus películas Es­capada al Sur (1992), En el nombre del hijo (1996), Agnes Browne (1999), On the edge (2001), y Bloody Sunday (2002).

Sheridan ha vuelto a la dirección con En América, su película más personal, inspirada en su llegada a Nueva York. El guión (can­didato al Globo de Oro) lo ha escrito en colaboración con sus hijas Naomi y Kirs­ten, que encarnan -con increíble naturalidad- las hermanas Bol­ger, Sarah (10 años) y Emma (6).

Alguno puede pensar que ha idealizado su experiencia personal al llegar a los EE.UU.

«Cruzar la frontera fue fácil, pero enseguida detuvieron a mi esposa por exceso de velocidad. El juez nos multó con 40 dólares. Yo sólo tenía 38. Iban a encarcelarme cuando el policía que me detuvo me dio los dos dólares que faltaban, y después otros diez para comprar gasolina y pagar el peaje. Fi­nalmente, me dijo que sus abuelos eran irlandeses. No metí eso en la película porque me parecía estrafalario, sobre todo frente a los tópicos progresistas contra Es­tados Uni­dos, y el capitalismo como patrón mal­vado, y el sistema sanitario que nunca funciona… Yo no tuve allí esas experiencias. Por cierto, los inquilinos del edificio donde se instala la familia irlandesa no eran tan buenos co­mo aparecen en la película, y tuve que compensar…»

Esa manera de ver las cosas no es muy popular a día de hoy…

«Ya lo sé. Como escritor tuve que marcharme a Estados Unidos porque no me gus­taba que en la mayoría de los países europeos los Estados pagaran a los intelectuales para que fueran izquierdistas radicales. No me fío de los intelectuales radicales asalariados del Estado.
¿Le gusta el molde del realismo mágico co­mo recipiente estético de su película?
Cuando habláis de realismo mágico, para mí es como hablar de champiñones. Ese recurso es español e hispanoamericano, y me encanta. Pe­ro yo me muevo en una cultura anglosajona muy cerrada. Mi película es tra­dicional, con sus tres actos y sus puntos de giro. La novedad -y quizá el toque mágico- es que los puntos de gi­ro están ocultos, como en la vida real. Por ejem­­­plo, no vemos la muerte del hermano pequeño, ni el nacimiento del nuevo hermano. Lo más poderoso es la presencia de lo invisible. Nos han engañado al decirnos que en el cine to­do debe ser tangible. Los grandes cineastas mueven la cámara como si fuera el ojo de Dios. Da igual que la cámara esté enfocada al suelo. Si das con esa presencia de lo invisible, tienes la película.»

Las interpretaciones de las niñas nos re­cuerdan a las de Matar a un ruiseñor, donde los niños plantean y conducen los conflictos…

Ajá, me gusta eso que dices. Cuando hice la audición estaba buscando a mi propia hi­ja. Al inicio del rodaje algo salió mal y gri­té “¡Cor­­­ten!” muy airado. Entonces Sarah, la hermana mayor, salió de entre la muchedumbre y me dijo: “Jim, no importa si dices palabrotas delante de mí. Tengo 10 años. Pero mi hermana sólo tiene 5, y es de mal gusto que digas palabrotas delante de ella. Así que te pido que no vuelvas a hacerlo”. Todos nos miraban perplejos, y yo respondí: “No creo que eso sea posible, así que vamos a hacer lo siguiente: tú dirás “¡Acción!” cuando quieras, y si a tu hermana Emma algo no le gusta, gritará “¡Cor­ten!”. Y así lo hicimos. Y de esa manera recuperé parte de esa inocencia que había perdido. Eso no lo puedes prever, ni dirigir. Sólo cabe dar gracias a Dios y procurar no convertirte en Él y estropear esa magia. Es­ta película es una búsqueda, nunca una me­ra presentación.

Verdaderamente estas niñas han hecho po­sible un milagro de naturalidad…

Para mí fue una lección. En un receso, bro­meé con Emma diciéndole que le iba a presentar a un chico de 7 años, un actor de método co­mo Daniel (Day Lewis) y que podría ser un buen novio… Emma, muy seria, me dijo: “Jim, no olvides que soy la hija de un carnicero”. Tras una secuencia que tuvimos que repetir muchas veces, sustituí a Paddy para dar la réplica a Sarah, la niña mayor. Al terminar, Sarah me dijo: “Muy bien, Jim, mucho mejor que Paddy. Pero no te lo digo como actor: eres un padre maravilloso”. El pobre Pa­ddy me confesó que se quedó muy tocado y decidió tener un hijo, cosa que no entraba en sus planes.

Dicen que los grandes directores cuentan siempre la misma historia. En su ca­so, po­dríamos decir que es la importancia del padre, de la madre, de la familia…

En Irlanda, la familia es fundamental. Cuan­­do murió mi hermano Frankie, mi padre reunió a la familia para discutir y asimilar la pérdida. En cierto sentido, mis películas son un me­­dio para restaurar ese ambiente de intimidad inmediata de la familia que mucha gente está buscando, pues en el mun­do actual se ha perdido.

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