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Entrevista con Alberto Rodríguez, director de El hombre de las mil caras

Alberto Rodríguez en el rodaje de El hombre de las mil caras

· «La forma más honesta de contar esta historia es la ficción»

Alberto Rodríguez es hombre de una sola faz. Quienes trabajan con él dicen que sabe lo que quiere y no descansa -ni deja descansar- hasta alcanzar un resultado a la altura. Es el hombre honesto. Y el hombre discreto que se deshace rápidamente de los halagos. Su película, El hombre de las mil caras, acaba de recibir dos premios en el Festival de San Sebastián: el Premio Feroz Zinemaldia, que otorga la Asociación de Informadores Cinematográficos de España (AICE) a la mejor película en Sección Oficial, y la Concha de Plata a Eduard Fernández como mejor actor principal por su papel de Francisco Paesa.

El hombre de las mil caras comparte con Grupo 7 y La isla mínima el tema de la corrupción en España -casi podrían considerarse una trilogía-, pero quizá las supera en complejidad y en desarrollo de personajes…

Alberto Rodríguez / Yo la definiría como una película de mentirosos. Ahí radica su complejidad, en que los personajes no dicen tres verdades seguidas. Después de recibir del Grupo Zeta el encargo de la película, y de leer la documentación y el libro de Manuel Cerdán en el que está basada, llegamos a la conclusión de que las teorías sobre lo sucedido eran tan diversas que lo más honesto por nuestra parte era empezar a ficcionar. Dice Le Carreé que la diferencia entre la realidad y la ficción es que ésta tiene que ser coherente. Por eso hasta los personajes son una estilización de las personas reales. El material que había sobre ellas era desigual y no dejaba de estar mediatizado por la presencia de una cámara, de un periodista. Sabían que tenían un altavoz, y qué mensaje concreto querían comunicar, así que si queríamos ser coherentes teníamos que buscar «la cara b» en los personajes.


Hablando de medios, ¿cómo recibieron la noticia de que el verdadero Paesa había salido de las sombras para reivindicar su protagonismo en la revista Vanity Fair?

A. R./ Estábamos viajando a San Sebastián cuando me enviaron el link a la noticia. Lo primero fue una sorpresa descomunal. Pero cinco minutos después pensé: ¡pero si esto es muy coherente con el personaje!, es el típico movimiento de Paesa. Mientras hacíamos la película, habíamos intentado localizarlo pero la información que teníamos era un poco obsoleta. Supimos que estaba censado en París y que venía una vez al mes a ver a su hermana. Luego le perdimos la pista. Alguien le dijo a Rafael Cobos, mientras presentaba en Alemania La isla mínima, que había muerto. Así que cuando lo vimos en portada pensamos: otra vez ha vuelto de entre los muertos…

Con sus últimas películas parece que se está convirtiendo en cronista de las miserias de nuestro país, construyendo el  relato periodístico de la corrupción desde la ficción. ¿Qué pretende levantando todas estas alfombras?

A. R./ Lo de cronista lo veo ambicioso. Yo solo tengo inquietudes y un punto de vista propio. Esta película es un encargo anterior a La isla mínima y lo que me hizo aceptarlo fue la sensación de que esto que había ocurrido hacía veinte años podía haber saltado a telediario de la noche de ese mismo día. Ese reflejo en la corrupción del presente, una y otra vez, me convenció del interés del proyecto. La segunda razón fue el personaje de Paesa. Me parecía increíble que ese hombre se hubiera mantenido cuarenta y pico años en el alambre haciendo todo tipo de trabajos, entre comillas, y que hubiera salido indemne de todo. Eso y su increíble capacidad de fabular. Era un personaje que se había inventado y reinventado a sí mismo una y otra vez. Luego está el aspecto moral, claro, que es bastante discutible, o mejor dicho, deplorable. Paesa es un hombre al que no le queda nada, y probablemente porque él mismo lo ha elegido. En la entrevista de Vanity Fair le preguntan: «¿Cuál ha sido el gran amor de tu vida?». Y él dice: «Yo». Es un poco triste, la verdad.

Decir que soy cronista de mi época es demasiado ambicioso: solo tengo inquietudes y un punto de vista propio

Tratándose de un encargo, ¿cómo dialoga esta película con su cine anterior y qué método ha seguido para hacerla?

A. R./ La he afrontado con la misma naturalidad y he seguido el mismo método de siempre. Quizá el primer día pensé: como es de encargo voy a estar más relajado; pero el tercero ya te has metido en faena y da igual, porque hay una historia que contar y lo tienes que hacer. Eso sí, quizá sea la más artificiosa, la que más recuerda todo el rato que es una película. Pero es que esa fue nuestra pretensión todo el rato: si esto es la historia de un fabulador, fabulemos también, y hagamos que el espectador tenga constante y perennemente presente en pantalla que es una película. El hombre de las mil caras se puede ver como un thriller de espías, un poco sui generis porque tiene un tono que pasa de espías a comedia y vuelta otra vez. Queríamos decirle al espectador: cuidado, no te lo tomes demasiado en serio porque lo que estás viendo es una película. Hay que verla sin prejuicios y desde un punto de vista irónico, y luego ponerlo en cuarentena. Si al salir del cine el espectador tiene una serie de preguntas, entonces creo que el objetivo está cumplido.

Una película de espías con una trama enrevesada y unos personajes muy medidos. Hay una picaresca muy hispana, un poco cutre, pero no épica en Paesa ni tampoco ridiculizada en Roldán, por ejemplo. ¿Cómo se logra ese equilibrio y cuándo se toman esas decisiones acertadas de guion como el narrador, el género casi documental, etc.?

A. R./ La decisión de poner de narrador al piloto la tomamos precisamente en el momento en que nos damos cuenta de que la forma más honesta de contar esta historia es la ficción. Camoes ofrece el punto de vista de uno de los implicados. Lo que estamos viendo no son más que sus recuerdos, con lo cual puede ser así o puede no ser así. Eso nos descargaba un poco de responsabilidad, pero por otra parte tenía mucho que ver con esa pretensión de ser honesto narrando una ficción basada en una serie de hechos reales más o menos probados. No hay héroes ni villanos, es cierto, pero todos están mintiendo, con lo cual…

Hay detalles del guion que me parecen muy inteligentes porque ayudan al espectador a no perderse en la trama y funcionan como metáforas: el cuadro, la llave, el mechero. ¿Contribuyen también a la sensación de que esto de la corrupción es una lacra que no termina nunca?

A. R./ Es posible, sí, los MacGuffin en cierto modo representan esa repetición.

¿Cómo han trabajado la psicología de los personajes? Hemos hablado de Paesa, pero, ¿y Roldán? Porque era muy fácil caer en el ridículo, todos los que vivimos esa época recordamos las bromas que hacíamos del personaje…

A. R./ Roldán reconoce en el libro de Sánchez Dragó que se formó en la cárcel. No olvidemos que falsificó sus títulos y todo era mentira. Eso no cabía en la película, pero sí que parte de su cultura era pura impostura, como se muestra en las primeras escenas. En su caída parece débil, sin embargo cuando Paesa le presiona da la vuelta, no le resulta fácil de llevar a su terreno. Hay que mirar la película con ironía.

Hay una frase de Roldán en la película que es resumen de toda aquella corrupción: «yo soy bueno, yo hacía lo que hacían todos».

A. R./ Sí, «yo hacía lo que hacía todo el mundo», es una de las grandes excusas del corrupto. Pero esas palabras de Roldán a su mujer también hay que ponerlas en cuarentena porque es una escena que hace que el espectador se implique emocionalmente con el personaje y lo que dice es tremendo…

Sí, «yo hacía lo que hacía todo el mundo», es una de las grandes excusas del corrupto. Pero esas palabras de Roldán a su mujer también hay que ponerlas en cuarentena

¿Cómo se hace para contextualizar, para llevar al espectador a una época tan próxima como los años noventa?

A. R./ Trabajar una época cercana es complicado. Tienes la sensación de que vas a bajar a la calle y a empezar a rodar, pero luego te das cuenta de que el mobiliario urbano, los coches, nada tiene que ver con lo de aquel momento. Es más fácil hacer el siglo XII del que no tenemos muchas referencias de época. Pero básicamente tengo el mismo equipo desde el principio de mis películas y buena parte del merito es de él.

La presencia de los medios de comunicación, por ejemplo, me parecía importante. Durante un año se generaron noticias diarias sobre Roldán, y vistas en perspectiva de hemeroteca tenían muy poco que ver con la realidad. Procedían de chivatazos. Había una necesidad constante de saber qué pasaba con Roldán que había puesto en jaque al país, y en determinado momento se convirtió en thriller internacional con muchos espías, servicios secretos, contactos que se suponía que tenía, y en otros momentos tuvo algo de vodevil de chascarrillo popular de bar. Era muy importante que los medios de comunicación estuvieran en la película de una forma u otra porque también tuvieron su papel en cómo se contó la historia.

¿Cómo piensa que será la recepción de la película? ¿Será inteligible para un público no español? Y por otra parte, ¿es consciente de que la gente joven no le pone ni cara a Roldán?

A. R./ Sí, soy consciente de que la gente joven no lo conoce, pero hace tres años salieron noticias… No creo que sea un problema. Lo que me interesa es que se perciba que esta historia se parece mucho a otras y que haga pensar en por qué sigue este problema y qué tenemos que hacer para encontrar una solución.

En cuanto a la recepción del espectador no español, en Madrid se hizo un pase hace poco y el corresponsal del New York Times estaba entre el público. Yo no lo sabía. Hizo un par de preguntas sobre cosas que no había entendido y a la salida me dijo: «quería aclararte que da igual si entendía eso o no porque la película funciona y he pasado un rato muy entretenido». No veo por qué no se va a recibir bien. También nosotros vemos muchas películas sobre otras realidades ajenas. Carlos Santos dice que al fin y al cabo ésta es una película de aventuras en despachos.

¿Hay un tiempo prudencial para contar determinadas historias?

A. R./ Hay un tiempo legal que hay que superar, pero una de las razones por las que acepté el encargo fue precisamente la convicción de que tenemos una sociedad lo suficientemente madura como para verse en el espejo a corta distancia. Los ingleses lo hacen, los norteamericanos y los italianos también. No veo por qué nosotros no.

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