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Hannah Arendt, voz propia

En la película de Von Trotta, el marido de Arendt dice de ella que en inglés es brillante, pero cuando habla en alemán es un Stradivarius.

Hannah Arendt y los monstruos de la sinrazón

Hannah Arendt, voz propia

Crítica de Hannah Arendt

Hannah Arendt |  En la película de Von Trotta, el marido de Arendt dice de ella que en inglés es brillante, pero cuando habla en alemán es un Stradivarius. Pueden comprobar que Heinrich Blücher no exageraba lo más mínimo.

La entrevista emitida el 28 de octubre de 1964 por la televisión alemana es admirable. El entrevistador, Günter Gauss, es el sueño de cualquiera que tenga algo interesante que contar. Los silencios, el tempo, el tabaco, la pregunta oportuna…


Conviene recordar que Arendt no gustó de ser considerada filósofa, a pesar de haberse doctorado brillantemente con una tesis sobre El concepto de amor en San Agustín que dirigió Karl Jaspers.

En todo caso, prefirió ser tratada como profesora e investigadora en Teoría Política.

Johanna Arendt salió de Alemania en 1933, con 26 años

Como decía el profesor Juan Arana, en un artículo en FilaSiete titulado «Hannah Arendt y los monstruos de la sinrazón»: Con todo lo diáfana que es, la película tiene muchos im­plícitos. Un mayor conocimiento de la historia real que hay detrás no corrige, sino que añade resonancias a lo dicho y sugerido. En primer lugar, desde luego, el li­bro de Arendt sobre Eichmann y la banalidad del mal, pe­ro igualmente interesante es la autobiografía de Hans Jonas, amigo y compañero de juventud y confeso ena­morado de ella, que en la película rompe su amistad por una supuesta traición a Israel. En la vida real man­tuvo una posición mucho más matizada, aunque no menos dolorida. Hannah y Hans fueron almas gemelas, judíos desligados de las tradiciones religiosas y cul­turales de su pueblo, amantes de una cultura occidental supuestamente racionalista que sin embargo los re­chazó. El auge del totalitarismo cortó en seco un pro­misorio proceso de integración y evidenció, en las he­ridas abiertas de toda una generación, las mentiras de una racionalidad vacía expuesta a todos los desa­fue­ros de una voluntad de poder en tándem con el nihilismo ético. Ciertamente Lenin, Hitler y Stalin no sur­gieron por generación espontánea: salieron de una Europa que había dado la espalda a sus tradiciones religiosas sin poner nada serio en su lugar. Incluso la que probablemente fue la mejor cabeza del siglo XX, Hei­degger, sucumbió a los encantos del nazismo por con­siderarlo “única” alternativa válida a la cosmovisión cristiana.

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