Amadeus (1984), de Milos Forman (parte 3): Del libreto teatral a la película

Desde el punto de vista biográfico, la película introduce ahora tres grandes innovaciones.

La reescritura de la historia

Milos Forman estaba impresionado. Tras contemplar la representación teatral de Amadeus, en aquel día de 1979, se siente inmediatamente cautivado por la fuerza de la representación. En cuanto cae el telón busca al autor de esa pieza, Peter Shaffer, y le propone que la reescriba para el cine.

- Anuncio -

El dramaturgo inglés recordará meses más tarde la pesadilla que siguió a aquel encuentro. Se resistió durante semanas a la presión del cineasta checo, sobre todo tras el desengaño de anteriores adaptaciones de sus obras teatrales: The royal hunt of the sun y, sobre todo, Equus (interpretada por Marlon Brando) le desencantaron del mundo cinematográfico. Al fin se dejó convencer, y Forman se lo llevó a su granja en Co­necticut para aislarlo de toda distracción. Durante más de cuatro meses pasaron juntos por el bloqueo del escritor, escucharon todas las obras de Mozart e improvisaron cientos de soluciones cinematográficas para el texto teatral.

Shaffer estaba demasiado encariñado con su obra -que le había costado dos años y medio de intenso trabajo- y se empeñaba en meter dentro del guión todo lo que pudiera del original. Forman, por su parte, trataba constantemente de reducir los largos monólogos de Salieri, buscando equivalentes visuales que condensaran esos discursos de brillante hondura metafísica. Al final vencieron los dos: ni una sola palabra fue impuesta por nadie, porque ni una sola palabra se dejó sin discutir. Tras reescribir com­pletamente más del 50 por ciento del original, Sha­ffer aprendió mucho sobre el arte de la adaptación para el cine, y Forman reconoció en público la maestría del dramaturgo inglés: “Tiene el mérito -afirmó- de haber dado genialmente a luz, por dos veces, a la misma criatura”.

Innovaciones en la leyenda de Mozart

La obra aparecía ahora mucho más di­námica, con un lenguaje menos retórico y sin tantas frases extranjeras. Estas podían sonar bien en el teatro, pero en el cine resultaban pedantes y confundían al espectador en vez de evocarle el ambiente cosmopolita de la Viena del XVIII. Los monólogos aparecían ahora fuertemente condensados, sin perder su energía temática. Y la música, que pasaba a ser la gran protagonista de la historia, regalaba el oído del espectador durante más de la mitad del metraje.

Desde el punto de vista biográfico, la película introduce ahora tres grandes innovaciones que afectan también a la leyenda:

1. Por una parte, suaviza definitivamente la exuberante grosería de Wolfgang en la versión teatral. El personaje conserva su inaguantable risita y su absoluta falta de tacto, pero reduce considerablemente sus procacidades y comentarios obscenos. Permanece también su carácter infantil -que ahora se explaya visualmente en fiestas y juegos varios- y, sobre todo, su marcada tendencia a lo superficial.

2. La película recoge con mayor amplitud la realidad histórica circundante. Aparece la figura de Leopoldo, enfrentado siempre a las ligerezas de su hijo, cuyo recuerdo acentuará el dramatismo del clímax final. También se da mayor importancia al emperador José II y a los músicos de la Corte -con lo que se da entrada a las rencillas palatinas entre italianos y alemanes- y se menciona repetidas veces la amenaza revolucionaria francesa de fines del XVIII. Por otra parte, la reconstrucción de ambientes y escenarios -especialmente con la utilización del Teatro Tyl de Praga, donde Mo­zart estrenó Don Giovanni– prestan una increíble verosimilitud histórica a toda la narración.

3. En tercer lugar, el filme desarrolla un importante acierto temático, que en el libreto teatral está sólo esbozado. Salieri, el preferido por Dios, es el único en toda Viena que comprende la grandeza de la música de Wolfgang. Es esta contradicción interior del personaje, que oscila entre el odio al competidor y la admiración de su talento, la que da origen a la mejor secuencia del filme: la composición del Réquiem en el lecho de muerte de Mozart. Esta escena, que traslada la atención del espectador del enfrentamiento personal a la unión de ambos en la música, se convierte en el gran clímax del filme: un brillante experimento que trata de captar el fenómeno de la creación en su momento mágico, en esa inspiración divina que Mozart poseía en grado sumo.

Naturalmente, Salieri no estuvo junto a Wolfgang en los últimos instantes de su vida, y menos escribiendo el Réquiem a su dictado. Pero en esa fantasía Forman ha querido permanecer fiel a la biografía mozartiana; eso sí, combinando elementos ficticios para acentuar el conflicto dramático. Fue Süssmayr, el dis­cípulo de Mozart, quien copió al dictado de su maestro las escalas y las notas del Confuta­tis y del Voca me.

Fue él quien se vio desbordado, e incapaz de seguirle, ante la imaginación creadora del moribundo.

El último día de Mozart, según recuerda Ma­­ry Novalli, amiga de Constanze, “cantó con Madame y con Süssmayr el Réquiem; varios de los movimientos hicieron que se le saltaran las lágrimas. Escribió el Recordare y (…) al terminar, dijo a Süssmayr cómo había que rellenar las partes que ya estaban esbozadas”.

La muerte de Mozart en el filme

Los últimos minutos del filme son un repaso a toda la leyenda romántica sobre su entierro. Pensando en el dolor de la naturaleza por la muerte de un hombre tan excelso, los románticos crearon la emotiva narración de un entierro aciago y catastrófico: lluvia y nieve azotando la tierra, el cielo ennegrecido y las nubes relampagueando. Eso es exactamente lo que vemos en la película Amadeus. Pero no ocurrió así. En realidad hizo un día templado y sin lluvia, aunque bastante nublado.

Tampoco está comprobado que un perro -como se dijo- estuvo gimiendo junto al féretro durante todo el recorrido. Lo que sí es históricamente cierto es que, como se ve en la cinta de Forman, su entierro fue paupérrimo y que nadie acompañó el ataúd de Mozart hasta la tumba. Todos los asistentes al funeral se volvieron a sus casas terminada la ceremonia. Ni siquiera Constanze lo acompañó. Y los funcionarios del cementerio arrojaron su cuerpo en una fosa común para gravar aún más la indiferencia de los hombres de su tiempo ante ese prodigio de la música.

Durante años nadie se cuidó de averiguar dónde estaba enterrado su cuerpo. Y el resultado es que hoy -por increíble que parezca- nadie sabe dónde reposan exactamente los restos del mayor genio en la historia de la música. Un genio que falleció en el olvido, hace más de doscientos años.

Amadeus (1984), de Milos Forman (parte 1)

Amadeus (1984), de Milos Forman (parte 2)

Suscríbete a la revista FilaSiete