· Luces de la ciudad (1931), un rodaje extenuante
Luces de la ciudad (1931). Parte I: Orígenes del proyecto
A comienzos de 1931, cuando esta película se estrenó en Nueva York, muchos pensaron que Charles Chaplin se había vuelto loco. ¿Qué futuro cabía augurar a una película muda (“a comedy romance in pantomime”, como proclaman orgullosamente los títulos de crédito) cuando el público había aceptado ya con entusiasmo el cine sonoro? El desafío de Luces de la ciudad a las películas parlantes parecía entonces no ya un gesto excéntrico, sino un auténtico suicidio.
La última gran silent movie
Lo irónico de la situación es que no fue algo deliberadamente buscado por Chaplin, quien -por otra parte- nunca ocultó su disgusto por el cine hablado, pues era esencialmente un artista de la pantomima. En realidad, ese acto desafiante le vino impuesto por las circunstancias; porque en 1928, cuando empezó la filmación, los talkies aún eran solo una extravagancia: se anunciaban como una moda, quizás pasajera. Pero las consabidas dudas del perfeccionista Chaplin, las enfermedades del equipo, la falta de entendimiento con su actriz principal y, sobre todo, el “crack” de 1929, dilataron indefinidamente la producción. Y, cuando pudo terminar la película, el cine mudo empezaba a no ser más que un recuerdo.
En su Autobiografía, Chaplin recuerda con una gran dosis de nostalgia cómo se determinó a continuar con las silent movies y cómo aconteció aquel paso histórico del cine mudo al sonoro:
“Estando en Nueva York en 1927, me dijo un amigo que había presenciado la sincronización del sonido en las películas y predijo que en breve aquello revolucionaría toda la industria cinematográfica. No volví a pensar en ello hasta unos meses más tarde, cuando la Warner Brothers produjo su primera secuencia hablada. Era una película de época (…). Al principio no se sabía nada del control del sonido. Un caballero andante con armadura chirriaba de forma semejante al ruido de una serrería; y una simple cena familiar armaba un alboroto parecido al de una hora punta en un restaurante barato. Salí de la sala convencido de que los días del sonoro estaban contados. Pero un mes después la M.G.M. produjo The Broadway Melody, película de largometraje sonora, musical; y aunque no era buena, obtuvo un estupendo éxito de taquilla. Así es como empezó; de la noche a la mañana todas las salas empezaron a instalar equipos para el cine sonoro. Este fue el ocaso del cine mudo.
Pero yo estaba decidido a seguir haciendo películas mudas, porque creía que había sitio para toda clase de diversiones. Además, yo era fundamentalmente un mimo, y en este género resultaba, sin falsa modestia, un maestro. Así que continué con mi producción de otra película muda: City Lights”.
Fue aquel un empeño gigantesco de nostálgico empedernido, aunque -paradójicamente- la decisión de ir contra corriente le viniera impuesta por las circunstancias históricas. Sin embargo, mucho más irónico que todo esto fue el hecho de que toda la trama del filme -como magníficamente se recoge en el “biopic” Chaplin (1992), de Richard Attemborough– se sustenta en un sonido: el de la puerta de un automóvil que, al cerrarse, hace que una florista ciega tome a Charlot por un millonario.
Un argumento con dos historias
El guión original de Luces de la ciudad partía de la historia de un payaso (Charlot) que a causa de un accidente de circo ha perdido la vista. Su hija, una niña enferma y nerviosa, no sabe nada de lo ocurrido; y cuando el payaso vuelve del hospital, el médico le advierte que debe ocultar su ceguera hasta que la niña esté bien y sea capaz de resistir esa noticia, pues la impresión puede ser demasiado fuerte para ella. A partir de esa premisa, los tropezones y porrazos de Charlot con los muebles de la habitación -a la vez que lograban magistralmente disimular su torpeza- constituían los principales gags de la trama.
Sin embargo, Chaplin comprendió pronto que aquello resultaba demasiado pueril. Decidió entonces trasladar la ceguera del payaso a una florista que encuentra por la calle; y de repente, las cosas empezaron a funcionar. El disimulo no era ya para ocultar su carencia de visión, sino para ocultar la realidad a una invidente: para lograr que ella no “viera” la realidad de su vida menesterosa. Los sentimientos del payaso, no obstante, seguían siendo los mismos.