Product placement (Parte I: Historia y estrategia)

En España se popularizó muy rápidamente entre 1995 y 1999, gracias sobre todo a teleseries como Farmacia de guardia, Médico de familia o Periodistas

Farmacia de guardia
Farmacia de guardia

Product placement (Parte I: Historia y estrategia)

Product placement. El emplazamiento de producto (traducción literal de la expresión anglófona product placement) es una nueva técnica de comunicación comercial que consiste en la inclusión de productos o servicios comerciales en obras cinematográficas o televisivas, a cambio de un cierto pago o de una colaboración en la promoción de esas mismas obras audiovisuales.

Product placement: Orígenes de la técnica

En España y Latinoamérica el fenómeno es de reciente aparición: nace durante la década de los noventa, de forma muy vinculada a las teleseries en horario de prime time. En España, en concreto, se popularizó muy rápidamente entre 1995 y 1999, gracias sobre todo a teleseries como Farmacia de guardia, Médico de familia o Periodistas.

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Sin embargo, la técnica tiene un origen mucho más antiguo. Nace en Estados Unidos a principios de los años treinta, totalmente ligada al mundo cinematográfico; en concreto, comienza a ser notoria la presencia de marcas comerciales en algunas comedias hollywoodienses anteriores a la II Guerra Mundial, sobre todo las de Cecil B. De Mille, cuya puesta en escena presta una gran atención a todo lo referente al decorado. Una de las películas más emblemáticas de esta época es la cinta It pays to advertise (1931), interpretada por Carole Lombard, que transcurre en las dependencias de una agencia de publicidad. Como parte del desarrollo narrativo, en algunas secuencias salen con gran naturalidad posibles campañas publicitarias para marcas reales, muy conocidas en ese momento: Gillette, Colgate, Victor, BVD, etc.

Después de la II Guerra Mundial, el product placement se retira a los cuarteles de invierno y apenas hay constancia documental de emplazamientos en películas cinematográficas. Es la época en que domina una cierta suspicacia hacia la publicidad (en 1953 se publica The hidden persuaders, de Vance Packard, en español Las formas ocultas de la propaganda), con graves y fuertes acusaciones al papel manipulador de los anuncios, y en el mundo cinematográfico norteamericano se extiende lo que ha sido conocido como «ACME reality»: una realidad de marcas ficticias, como la archiconocida marca ACME, para eludir en la pantalla la mención explícita de cualquier marca real. Por fin, a principios de los setenta la técnica del emplazamiento renace debido a la aparición de los primeros intermediarios: las primeras agencias especializadas en buscar, gestionar y negociar emplazamientos de marcas en películas y series de televisión.

Gracias a este impulso generado por el trabajo de las agencias, el product placement conoce una época de fuerte crecimiento y consolidación, que desemboca en la creación, en 1990, de una entidad no gubernamental para la autorregulación de los emplazamientos: la ERMA (Entertainment Resources of Marketing Association). Con ella se alcanza en Estados Unidos la definitiva normalización de esta práctica publicitaria.

Estrategias comerciales

Las posibilidades que esta técnica depara han resultado muy apetecibles para todas las partes involucradas de una u otra manera en ella. Para las productoras ofrece indudables ventajas financieras: reduce los costes de producción (en Estados Unidos se consigue ahorrar por esta vía hasta un 10% del coste total del filme o de la teleserie) y, sobre todo, se consigue un dinero líquido en la fase previa a la producción, cuando todavía no han llegado los ingresos por taquilla o por alquiler en vídeo, y son en cambio apremiantes los primeros pagos de la inminente producción. Además, los emplazamientos proporcionan realismo a las películas, porque es evidente que una película gana en verosimilitud cuando un actor bebe una lata de refresco con la marca clara y visible, en vez de tenerla oculta, disimulada o de carecer de ella por completo. Finalmente, el recurso a una marca con personalidad propia puede contribuir a la definición de un personaje. No es lo mismo que un personaje luzca un Rólex en la muñeca a que lleve un Casio de plástico; que pida una Schweppes (toque «british») o una Coca-cola (asociada al «american way of life»); que tome un Jack Daniel’s, un Ballantines o un Soberano.

Por otra parte, también ofrece ventajas incuestionables para las marcas emplazadas. En primer lugar, les ofrece la posibilidad de encontrar a un público positivamente predispuesto: a diferencia de la publicidad, que corta o interrumpe la programación favorita, el emplazamiento permite a los anunciantes insertarse en medio de la película o la teleserie, integrándose perfectamente en ella. En segundo lugar, se refuerza el valor de la marca por la adhesión del público a la historia, a los personajes o a los actores: es lo que, en el mundo del marketing, se conoce como «transferencia de imagen». Si Brad Pitt o el agente 007 utilizan un determinado vehículo, el público que sigue a ese actor o a ese personaje se sentirá afectivamente predispuesto hacia esa marca. En tercer lugar, resulta mucho más barata que un spot o una fórmula de patrocinio. Y, finalmente, la comunicación carece también de «ruido» procedente de la competencia, ya que en la película no habrá referencia a otras marcas del mismo sector. Entre las pausas publicitarias de una película, varias marcas de coches pueden competir por atrapar nuestra debilitada atención, pero el modelo de vehículo que use el protagonista será siempre el mismo: la propia coherencia de la trama lo exige.

Todo esto evidencia un indudable y creciente interés de las marcas por recurrir a esta técnica. Pero un nubarrón se está aproximando en el horizonte jurídico y amenaza con agostar al emplazamiento de producto: la acusación de ser publicidad encubierta y publicidad ilícita.

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