Eiko Ishioka, la imaginación incombustible

Eiko Ishioka dejó este mundo hace poco más de ocho años. Sus diseños para Mishima: A life in four chap­ters (1985), su primer trabajo para el cine ame­ricano, Drácula de Bram Stoker (1992), por la que recibió un Oscar al mejor diseño de vestuario, o La celda (2000) han sido suficientes para hacer de ella una referencia primero en Japón y luego en el resto del mundo. Con una estética a medio cami­no entre Tokyo y Manhattan, y un instinto poco co­mún para asumir riesgos en terrenos poco transi­tados, se hizo un sitio entre los mejores.

Eiko Ishioka. Su primer trabajo para el cine ame­ricano fu Drácula de Bram Stoker (1992), por la que recibió un Oscar al mejor diseño de vestuario.
Eiko Ishioka recibió un Oscar al mejor diseño de vestuario de Drácula de Bram Stoker (1992).

Uno de sus rasgos más destacados era la libertad de expresión absoluta en todas las disciplinas que abor­dó. Campañas publicitarias, portadas de discos, ví­deoclips, diseño de vestuario para tea­tro, ópe­ra, jue­gos olímpicos y cine son sólo algunos de los cam­pos en los que, con su estética inclasificable y su valentía insobornable para no arredrarse cuan­do se trataba de experimentar visualmente en arenas mo­vedizas, se ganó el respeto de sus colegas.

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Hija de un diseñador gráfico y de una ama de ca­sa inquieta y amante de la literatura, reconocía con agradecimiento la manera en la que sus padres, cuya confianza en su talento era ilimitada, edu­caron su espíritu creativo y le permitieron -tal y como declaró en incontables ocasiones- “acceder a los tesoros más valiosos de la vida”.

Su imagi­nación incandescente, que supo moldear con la de­terminación y la fortaleza de un samurái, le permi­tió crear obras capaces de enfrentarse a la caduci­dad que aqueja a las creaciones sin alma.

Su inspiración procedía de amigos de raro talento como el diseñador japonés Issey Miyake, el fotó­grafo Irving Penn -la portada de Tutu de Miles Da­vis es testigo privilegiado de esa afinidad- o la no menos impredecible y controvertida cineasta Le­ni Ríefenstahl, pero también de la gente normal y corriente con la que se cruzaba cada día. Pa­ra ella el mundo entero era su estudio: la fuente se­creta e inagotable de donde extraía la savia con la que nutrir su trabajo.

Cuando le encargaban el vestuario de una pelícu­la lo primero que hacía era estudiar el guión a concien­cia y luego hablar con el director y el resto del equi­po. Más tarde, y ya a solas con la hoja de papel en blanco, dejaba que su mente divagase sin res­triccio­nes de ninguna clase. No le asustaba que sus prime­ros bocetos fueran rechazados: confia­ba en que el método de ensayo-error que solía em­plear la condu­ciría de forma intuitiva hasta el acier­to final.

Aunque sus sorprendentes creaciones parecían na­cer de un espíritu caótico desvinculado de la tradición, en realidad emergían de una mezcla muy sopesada de instinto y voluntad. Un obstinado viaje de búsqueda y tanteo, donde la disciplina y el rigor constituían la médula espinal del proceso. Desde que empezó a diseñar estuvo persuadida de que “un creador que no desarrolle la autodiscipli­na no realizará una obra interesante e innovado­ra que perviva durante mucho tiempo”. Su imagi­nación incandescente, que supo moldear con la de­terminación y la fortaleza de un samurái, le permi­tió crear obras capaces de enfrentarse a la caduci­dad que aqueja a las creaciones sin alma.

Su trabajo más conocido provino de una estrecha colaboración con Francis Ford Coppola, quien tu­vo la osadía de pedirle que se encargara del vestua­rio de su nueva versión de Drácula, aun a sabien­das de que ella no había trabajado antes como di­señadora de vestuario. Una decisión con la que el cineasta se jugaba todo, ya que los decorados de la película se construyeron casi únicamente con lu­ces y sombras, y eran los vestidos los que susten­ta­ban, prácticamente en solitario, todo el peso de la sugestión. La túnica inspirada en El beso de Klimt fue también una idea de Coppola, quien pro­bablemente estaba empeñado en impregnarlo to­do con un halo de inquietante opulencia. Al traba­jar con el cuadro, Eiko percibió que en esa pintu­ra hipnótica se fusionaban además de forma miste­riosa Oriente y Occidente, lo que otorgaba al mi­to un poder de evocación indefinible. Los volúmenes aéreos, los oros bizantinos y la tensión entre la inspiración anatómica del traje de músculos y la his­tórica de los vestidos isabelinos que pueblan la cin­ta, hicieron el resto.

A Eiko Ishioka nunca le interesaron los diseños que sólo de­finen y explican los personajes. Aspiraba a algo más difícil: “avivar la imaginación del público, esti­mular sus ojos y conmover su espíritu”. No podemos por menos que estarle agradecidos por ello.

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