· Mientras Audrey mira el escaparate suena Moon ri­ver, una melodía tristísima de Henry Mancini.

Está amaneciendo. La luz baña las calles azu­ladas de Nueva York con una timidez casi infantil. Una chica delgada, con un vesti­do negro que le llega hasta los pies, se baja de un taxi en la quinta Aveni­da. Lleva en la mano un croissant y un ca­fé en un vaso de papel. Siempre que se sien­te perdida va a desayunar allí, ante el esca­pa­rate de Tiffany. Después va a casa y ya más calmada duerme hasta mediodía.

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Es la escena que escogió Truman Capote como títu­lo de su novela y que Blake Edwards quiso que fuera el arranque con los títulos de crédito de Desayuno con dia­mantes (1963). Una película en la que adaptó, suavizándolo a su manera, un relato de emboscada rareza. Ti­ffany representa la tranquilidad para alguien que no se siente seguro en ningún sitio. A Holly Golightly no son las joyas que contempla tras el cristal las que le con­fortan (“nadie que no tenga más de 40 años debería llevar un diamante”, dirá más adelante), lo que bus­ca allí es la protección arrogante de un lugar donde na­die pueda hacerle daño.

Todo el mundo se pregunta todavía cómo Audrey Hep­burn pudo hacer inolvidable un papel tan alejado de su forma de ser. El propio Truman hubiera preferi­do que se lo dieran a Marilyn Monroe, que por carácter estaba infinitamente más cerca de la Holly de la no­vela. La misma Audrey nunca estuvo convencida del todo: “No me parecía en nada a ella, pero sentía que podía ser Holly. Sabía que el personaje supondría un desafío y deseaba hacerlo. Siempre me pregunto si pu­se mucho en ese papel, tal vez debería haber sido un poco más terrible. En aquella época en que acababa de ser madre primeriza, eso era todo lo insensata que po­día ser (…). Y aún hoy no estoy completamente con­vencida de mi Holly… es demasiado opuesta a mí. El personaje creo que hubiera requerido a alguien extrovertido y yo soy introvertida”.

A pesar de sus dudas, Audrey construyó una Holly fas­­cinante. Por un lado había sufrido lo suficiente co­mo para que el desamparo del personaje le resonara por dentro. Su padre les dejó cuando ella no había cum­plido los 6 años, había vivido la persecución nazi -lle­vando en los calcetines notas a los aliados con ries­go de su propia vida-, uno de sus hermanos fue con­fi­na­do en un campo de concentración y el otro mu­rió en extrañas circunstancias. Pasó tanta hambre y tanto mie­do que ya nunca se recuperó del todo. La in­seguri­dad la acompañó desde entonces. En cada pa­pel que in­terpretaba temía que el público la despeda­za­se si no es­taba a la altura. Quizá sea esa la razón de que la indecible tristeza que recorre la película, co­mo una corriente de agua subterránea, no nos parezca falsa.

Por otra parte, su origen aristocrático -era hija de una baronesa- y su pasado como bailarina explican la ele­gancia natural de sus movimientos, su estilo desenvuel­to, pero nunca obvio, que cautiva desde el prin­cipio.

Por si esto fuera poco, los vestidos de Givenchy parecían estar destinados desde siempre a amplificar su be­lleza sin artificio. El más emblemático, no solo de su carrera sino de toda la historia del cine, lo escogió la propia Audrey de la colección de Hubert que pudo ver en París cuando fue a visitarlo. Se habían conocido años atrás cuando Audrey, que por entonces rodaba Sa­brina (Billy Wilder, 1954), fue a su taller para pedirle que le hiciera algunos trajes para la película que le ayudaran a encarnar la esencia del chic francés.

El vestido que eligió en esta ocasión era largo hasta los pies y negro como la noche. Dice Yohji Yamamoto, el poeta del negro, que es un color “modesto y arrogante al mismo tiempo. Es fácil, vago; pero también mis­terioso. Un color que, por encima de todo, nos di­ce: “ni te importo, ni me importas”. Una exacta metáfora del terreno en el que Holly Golightly había de­cidido acampar su despeinado corazón cuando arran­ca la historia.

Enfundada en satén, Audrey parece una diosa de los egeos. De extrema sencillez en el delantero, el vestido azabache se anima en la espalda con una pieza se­micircular que deja al descubierto sus angulosos omo­platos de moderna belleza. La pronunciada raja lateral que ideó Givenchy, en la película ha desapareci­do, lo que además de acentuar su silueta en forma de hu­so, obliga a Holly a caminar con pequeños pasos, co­mo si fuera una geisha.

Givenchy tuvo que hacer tres vestidos iguales, co­mo se acostumbra en el cine por si ocurre algún impre­vis­to durante el rodaje. Uno se lo quedó Sean, el único hi­jo que tuvo Audrey con Mel Ferrer, su primer mari­do. Otro se lo regaló la propia Audrey a Givenchy, quien lo donó generosamente al Museo del Traje de Ma­drid en 2006. Y el tercero lo subastó Domenique La­pierre para poder construir escuelas en una de las zo­nas más miserables de Bengala. Teniendo en cuenta que Audrey dedicó sus últimos años de vida, como em­bajadora de UNICEF, a luchar a brazo partido por los niños más pobres, es difícil imaginar mejor destino.

Audrey lleva además, acompañando al vestido, un chal de seda en el brazo y un collar de perlas de cinco vuel­tas ancladas en el frente con un broche de oro blan­co y diamantes. El pelo levantado con una tiara, tam­bién de diamantes, le hace parecer aún más esbel­ta. Los largos guantes negros que sobrepasan el co­do sos­tienen una bolsa de papel arrugada, un contraste que intriga al espectador que no sabe bien a qué atenerse. El conjunto se completa con unas gafas enor­mes de sol que no esconden su mirada pero que avi­san de los velados y extravagantes matices que encierra su carácter asalvajado e inquieto.

Mientras Audrey mira el escaparate suena Moon ri­ver, una melodía tristísima de Henry Mancini de una be­lleza tal que arrancó para la película un Oscar a la me­jor banda sonora. La letra de la canción la compuso Johnny Mercer, un tipo duro con el corazón calcinado que enterró en ella el secreto de una indecible nostalgia. Presionado por las circunstancias acabó confiándo­se a Audrey en una conversación de la que es­pi­gamos aquí algunas frases: “Recuerdo (y es casi lo úni­co que recuerdo de cuando era pequeño) que yo te­nía amigos. Amigos de verdad. Amigos de los de “na­da me pasa si estoy con vosotros”. Éramos muchos chicos, pero a coger arándanos, unos pocos. Apenas cua­tro o cinco valientes. Los que sabíamos que haríamos cualquier cosa por los otros. Con esa fidelidad cie­ga de los niños. Ellos eran la libertad convocada. Soy so­lo un soplo de aire. Frívolo. Mezquino. Insulso. Degenerado. Mentiroso. Pero yo tenía amigos. Amigos. Mis amigos de los arándanos. My huckleberry friends”.

Con voz un poco quebrada oímos a Audrey cantarla en la escalera de incendios y nos pasa lo que a George Pe­ppard, al escritor protagonista, que se quedó embo­ba­do y entró tarde en la escena. La letra encierra los sue­ños de los que no acaban de encajar en este mundo de apariencias y añoran una vida en la que no haga fal­ta fingir para que te quieran:

Dos vagabundos, para ver el mundo
hay tanto mundo para ver
los dos buscamos el mismo arco iris
que nos aguarda al final de la curva…
Mi fiel amigo (my huckleberryfriend),
El río de luna (moon river) y yo.

Givenchy fue el río sureño de Audrey. Ella fue también para él la luna que hace menos oscura la noche. Los dos se sentían bendecidos por esa amistad. Dicen que se quisieron como hermanos, como los “hucklebe­rry friends” de los que habla la canción. Por eso en la pe­lícula ese vestido, que ha pasado a la historia como un emblema del estilo, es mucho más que eso, es un tes­tigo mudo del entendimiento de dos personas que se sostuvieron con ciega fidelidad durante toda la vida.

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