Pearl Harbor

Entretenimiento popular, de esmerada factura y muy espectacular, cuyo defecto más evidente es su falta de originalidad

Pearl Harbor (2001)

Pearl Harbor: Dramón clásico entre fuegos de artificio

Que si se hunde el Titanic de la Disney, que si el ratón Mickey lo pasa mal, que si tropezó el gigante… A muchos periodistas les encanta cargar las tintas cuando se trata de informar sobre algún traspiés de los grandes de este mundo, sobre todo si son norteamericanos y tan superpopulares como la Walt Disney Pictures. Ciertamente, es preocupante el plan de despidos -más de 4.000 empleados- y de recortes salariales -con reducciones entre un 30% y un 50%- que ha anunciado la poderosa compañía de Burbank. Y también lo es que un ejecutivo tan prestigioso y carismático como Peter Schneider abandone la empresa tras quince años de éxitos constantes. Pero resulta desproporcionado achacar todos esos males al hecho de que una película, Pearl Harbor, no haya cumplido del todo las expectativas, y sólo haya recaudado en tres semanas ¡160 millones de dólares! La realidad es que la película ya está aportando ganancias antes de finalizar su explotación en Estados Unidos y antes de arrasar fuera de allí, como ya lo está haciendo en varios países europeos. Otra cosa es que, en efecto, Pearl Harbor nunca llegará a ganar lo que ganó Titanic, y que quizá tampoco gane su pulso particular con otras películas de la competencia, como Shrek, de la DreamWorks. En cualquier caso, será uno de los contadísimos pulsos que la Disney pierda desde hace años.

A lo que voy: sea como sea, estos elementos extracinematográficos no deberían afectar a la valoración técnica y estética de Pearl Harbor, una película que, en mi opinión, no merece per se ni alabanzas entusiastas ni escarnios furibundos. Al fin y al cabo se trata de un digno producto de entretenimiento popular, de esmerada factura y muy espectacular, cuyo defecto más evidente es su falta de originalidad, pues sus autores han tomado prestados, con descaro total, elementos de otros muchos filmes, clásicos y modernos.

El argumento arranca en los años 30 con la amistad infantil de dos chavales del Sur de Estados Unidos, recreada con un estilo muy cercano al que empleó Steven Spielberg en la excelente El imperio del sol. Sin perder nunca este punto de referencia, la acción da un salto hasta los años de la II Guerra Mundial, y el estilo del film imita entonces el de tantos melodramas clásicos ambientados en esa época, con Casablanca, de Michael Curtiz, como modelo paradigmático. De este modo se muestra cómo aquellos dos amigos de la infancia, ahora jóvenes pilotos de la Marina norteamericana, se disputan el amor de una bella enfermera. Después de que uno de ellos sea dado por muerto durante la batalla de Inglaterra, el momento crítico del conflicto romántico coincidirá con el ataque japonés a la base naval norteamericana de Pearl Harbor, que provocó la entrada de Estados Unidos en la guerra. Durante este largo capítulo catastrófico, Titanic se convierte en la principal fuente de inspiración, e incluso la tópica escenita sexual está tan mal introducida como en el filme de James Cameron. El epílogo, sin dejar de mostrar la influencias antes citadas, está más cercano al tono heroico-patriótico-vengativo de películas como Independence Day, de Roland Emmerich.


Con todo esto cabe decir que este ambicioso melodrama épico padece una estructura previsible, un reparto mejorable y un argumento poco original, que abusa de apelaciones al patrioterismo y recurre artificiosamente a personajes políticamente correctos, como el que interpreta Cuba Gooding Jr., idéntico por cierto al que dio vida en Hombres de honor, su anterior filme. Pero, a la vez, es de justicia señalar que la película ofrece una bellísima fotografía de John Schwartzman, una vibrante banda sonora del maestro Hans Zimmer -que subraya convenientemente el trágico romanticismo de la historia- y, sobre todo, un sólido guión de Randall Wallace (Braveheart), de hechuras clásicas, con buenos diálogos, ponderado y respetuoso en su retrato del ejército japonés y con algunas secuencias muy sugestivas, como la romántica despedida a la puerta del hotel de Nueva York. Esto facilita el buen hacer de todo el reparto -dentro de sus limitaciones- y da suficiente entidad dramática a la enfática y agitada, pero espectacularísima, puesta en escena de Michael Bay (La Roca, Armageddon), plagada de efectos especiales de primera categoría, y especialmente llamativos durante los 33 minutos que dura la espeluznante recreación del ataque nipón contra la bahía hawaiana.

Ciertamente, cualquier buen aficionado se da cuenta de que este guión en manos de un director más sutil y con un reparto de estrellas habría dado lugar a una película excelente. Y que, si el guión lo hubiera pulido David Mamet, por ejemplo, hasta habría permitido una obra maestra. En todo caso, tal y como está, ha permitido una vibrante película, bastante por encima de la media.

Ficha Técnica

  • País: EE.UU., 2001
  • Fotografía: John Schwartzman
  • Música: Hans Zimmer
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