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Ladrón de bicicletas (1948), de Vittorio De Sica (parte 2)

La película fue canonizada desde su estreno como una obra maestra del neorrealismo, y así quedó catalo­ga­da en todos los manuales de historia del cine

Ladrón de bicicletas (1948)

Ladrón de bicicletas (1948), de Vittorio De Sica (Parte 2): Un rodaje «de calidad»

· De Sica, que sabía muy bien el estilo de película que se proponía hacer, recha­zó de plano la oferta de Selznick de emplear a Cary Grant para el papel protagonista y se lanzó a las calles de Roma a la búsqueda de sus intérpretes.

Ladrón de bicicletas (1948) fue canonizada desde su estreno como una obra maestra del neorrealismo, y así quedó catalo­ga­da en todos los manuales de historia del cine. Pero la cinta -que es, indudablemente, una obra magistral- dis­ta mu­cho de ser un ejemplo de ese «cine nuevo, he­cho de argumentos casuales, creados sobre la marcha, fil­mada en la calle con actores improvisados», como se au­todefinía el neorrealismo italiano. Porque en esta his­toria de un obre­ro infeliz a la búsqueda de su bicicleta robada no hay nada improvisado.

Neorrealismo de altos vuelos

Para empezar, la pe­lí­cula se basa -como ya hemos señalado- en una nove­la de cierto éxito, cuyo carácter picaresco sería reo­rien­ta­do ha­cia el drama social durante el largo proceso de es­critu­ra del guión. Según testimonia Suso Cecchi D’Ami­co, uno de los siete guionistas acreditados (hu­bo otro más que no apa­reció en los créditos), cada uno de los detalles de la acción fue escrito cuidadosamente de an­temano, aun­que mu­chas escenas -como la visita a la vi­dente de Via Nomentana- fueran tomadas de la rea­li­dad.


Además, el rodaje fue sumamente elaborado: en determinadas secuencias filmadas en pleno centro de Ro­ma (como la persecución del ladrón en el túnel de Via Fe­rrara) fue preciso cortar el tráfico para instalar focos y vías del travelling, o para mover a un ingente núme­ro de figurantes. Y es que realmente está hecha con to­dos los medios necesarios, por mucho que se trate de una modesta producción independiente. Los tres ami­gos de De Sica que financiaron la operación se metieron en el proyecto por su relación con el cineasta; pe­ro le exi­gieron una calidad cinematográfica que en mo­do alguno casaba con la pura improvisación o expe­ri­men­ta­ción. De hecho, Sergio Leone -que actúa como se­­minarista austríaco en una secuencia vagamente anti­cle­rical- recuerda los largos y laboriosos ensayos del di­rec­tor con todos sus actores.

Elección de actores «naturales»

Porque, en efec­to, la selección de intérpretes fue un punto clave pa­ra el significado del filme. De Sica, que sabía muy bien el estilo de película que se proponía hacer, recha­zó de plano la oferta de Selznick de emplear a Cary Grant para el papel protagonista y se lanzó a las calles de Roma a la búsqueda de sus intérpretes: los quería es­pon­táneos, naturales, pero muy bien seleccionados.

La periodista radiofónica Lianella Carell, que se acer­có a pedirle una entrevista, fue probada en el pa­pel de Ma­ría y dio una imagen perfecta. Entre cientos de obreros reales, De Sica se fijó en Lamberto Maggio­rani, un pa­rado de la construcción que se ha­bía acercado a las cámaras para curiosear durante el ro­daje. Y, entre un nú­mero aún mayor de niños, el director encontró por fin a Enzo Staiola, un rapaz calle­je­ro de siete años, cu­ya «cara redonda, nariz cómica y ojos vivísimos» llamaron la atención del cineasta en me­dio de una banda ca­llejera de los alrededores. El neo­rrealismo de De Sica, co­mo el de Rossellini, no se ba­sa en el realismo en sí, si­no en la maestría para crear la ilusión convincente de rea­lidad.

La narración, por otra parte, es perfectamente clási­ca. Su estructura es cíclica: el protagonista sale de la mul­titud anónima en la primera secuencia y vuelve a ella en el final. Y el argumento, centrado hábilmente en unos precisos límites temporales (el 90% de la tra­ma trans­curre en un domingo estival), conjuga incidentes va­riados con un cierto sentido del suspense: ¿Lo­grará Ri­cci recuperar su bicicleta?

A la postre, más que por su tenue mensaje social, La­drón de bicicletas perdura hoy como un documento in­sus­tituible de la Italia de postguerra; y, sobre todo, por su calculada estilización, por la metáfora escondi­da en el argumento, y por la magnífica historia entre el padre y el hijo (lo que uno y otro descubren de sí mis­mos en su afanosa búsqueda).

Casi al final, tras la comida de hombre a hombre en la «trattoría», Ricci sufre la última humillación al ser «pes­cado» como ladrón y abofeteado delante de su hi­jo. Pe­ro no es ésta la última palabra de la cinta: la ma­no que el hijo le tiende -inolvidable la mirada de Maggiora­ni al coger esa mano- propicia la imagen más memorable del filme: el niño que le amaba como a un dios, le amará en adelante con sus miserias, simplemente porque se tra­ta de su padre.

Ladrón de bicicletas (1948) // Vittorio De Sica (Parte I)

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