Cine y alrededores | Cine indie: Alexander Payne. La geografía del loser
Hacer de alguien como Clooney un loser es un logro indiscutible de Alexander Payne y lanza un mensaje muy potente acerca del éxito.
Ni Mc Carthy y el Comité de actividades antiamericanas, ni el “American way of life”, ni el cine de superhéroes, ni siquiera Obama: “yes we can”, han podido extirpar del todo esa raíz de corrupción que florece en la cultura americana, generación tras generación, empeñándose en mostrar el lado más loser del país del éxito.
Cuando América salvaba a Europa en los cincuenta, Henry Miller escribía Muerte de un viajante y Robert Frank, el fotógrafo, editaba, con prólogo de Kerouac, Los americanos. Dos buenas estocadas al recién nacido sueño americano.
Las voces disidentes del triunfalismo yankie han surgido tímidas, pero insistentes en cada década, y sin pretenderlo -no se le ve vocación de antisistema-, puede que Alexander Payne sea una de esas malas hierbas que crecen en el fértil valle hollywoodiense.
Honestidad
Quizá por eso se le quiere encasillar en el cine indie, etiqueta que él rechaza reiteradamente, subrayando el hecho -nada indie– de que cuenta de forma habitual con súper estrellas en gran parte de sus producciones.
Es cierto que el suyo es un cine de presupuestos modestos -y muchos beneficios-, que no encaja ni por temática, ni por enfoque, dentro de lo puramente comercial, pero su filmografía está igualmente lejos de ciertas producciones indies que buscan con excesivo cálculo la transgresión poco justificada, el efecto shock.

El cine de Payne es fundamentalmente honesto. Sin ánimo de convencer, se empeña sobre todo en mostrar con una mirada realista y lo que su objetivo enfoca, ¡oh, sorpresa!, resulta esperanzado. Al final, queda una fotografía más tierna que desoladora, más amable que sórdida. Y es que Alexander Payne es americano, de orígenes griegos pero americano cabal, incapaz del pesimismo existencial occidental. Sigue siendo difícil que los United States engendren Hanekes o Von Triers.
A pesar de no ser tan políticamente correcto como el stablishment cinematográfico norteamericano requiere, la Academia lo ha distinguido ya en dos ocasiones con el Oscar al mejor guión adaptado (Entre copas y Los descendientes) aunque, todo hay que decirlo, se ha quedado a las puertas de conseguir la estatuilla a la mejor dirección tres veces (Entre copas, Los descendientes y Nebraska).
Fijación por el loser
En cualquier caso Payne no retrocede. Desde el inicio de su filmografía, la fijación por el perdedor recorre cada una de sus cintas. Quizá es que en su concepción del mundo no existe otra categoría de seres humanos. Sus personajes navegan siempre entre crisis vitales de las que salen maltrechos, pero vivos, supervivientes.
Y en esa geografía de perdedores que viene construyendo, la escritura de Alexander Payne se afina, adquiere precisión, se aproxima. En cada nueva producción se le ve crecer, sus cintas van tomando peso en la medida en que mejora la definición de personajes y simplifica la trama.

Despojado ya de la tendencia a la caricatura de su primera etapa –Election, A propósito de Schmidt– acierta ahora a mostrar la comicidad de los personajes (el loser es esencialmente cómico), sin cargar la mano en la ridiculización; lo que antes nos alejaba del personaje ahora nos lo acerca definitivamente.
Si la elección de Jack Nicholson -siempre algo histriónico- para dar vida al prejubilado de About Schmidt es cuestionable, contar con Paul Giamatti para interpretar al treintañero fracasado de Entre copas fue un acierto pleno. Giamatti es la encarnación contemporánea del loser (Win Win, American Splendor).
A Entre copas le siguió Los descendientes, que elevó ya a otra gradación al cineasta. Aquí, en una apuesta arriesgada pero convincente, contó con George Clooney para encarnar al marido engañado. Hacer de alguien como Clooney un perdedor es un logro indiscutible y lanza un mensaje muy potente acerca del éxito.
Pero querría sobre todo detenerme en Nebraska, su última película. Después de haber explorado la decepción y el fracaso en adolescentes (Election), treintañeros (Entre copas), hombres maduros (Los descendientes) y prejubilados (A propósito de Schmidt), el cineasta de Omaha se adentra ahora en la vejez.
Payne registra con precisión y piedad las miserias y grandezas de un viejo y del hijo de un viejo, consiguiendo que el espectador se sienta desdichadamente próximo a esa pareja paterno-filial, incluso aunque esté en las antípodas vitales de esos dos tipos.
La vejez, la región de la pérdida total en la que solo queda en pie un principio elemental de autonomía, de autodeterminación, que se defiende con obstinación de niño; y el viaje de redención de un hijo. Ése es el tema de Nebraska, grande y universal como los buenos temas.
La técnica realista y el espíritu de Ford
Un tema enorme y una trama mínima, porque el premio, la carta, el millón de dólares son un hilván ligero con el que coser. Alexander Payne va entrando en el minimalismo para mejor contar, su escritura se acerca cada vez más a la técnica del relato realista.
La vida, vista de cerca, solo es una sucesión de hechos inanes, una serie ininterrumpida de acciones menores. Está desprovista de cualquier tipo de narrativa, no tiene guión, sucede sin lógica. Pero en esa rutina absurda, la vida despliega todas sus emociones. El escritor que aspira a atrapar la realidad tiene que entender que su mejor arma es hacer capturas de instantes tan banales como significativos. Las acciones de un relato realista han de ser intensas en la emotividad, tienen que mostrar la emoción en lo mínimo, en lo cotidiano y hacerlo brevemente, casi con fugacidad, renunciando a explicar.
El crítico de cine Miguel Marías, en su artículo La sombra de John Ford, habla de la forma en la que hacía exactamente eso el gran director irlandés, del ritmo ejemplarmente expeditivo que tenía en el tratamiento de lo dramático y de su renuncia a cualquier tipo de subrayado: “Hay en Ford conmovedoras historias de amor, secretos y sentimientos que jamás se mencionan, de los que nadie dice una palabra, que en los diálogos no existen, que no describe ni analiza el guión, pero con cuya seca evidencia nos topamos en una esquina del encuadre, en un plano fugaz, en una mirada silenciosa y de inmediato disimulada, en un elocuente gesto mudo que el director no aísla ni destaca, dejando la cámara inmóvil, sin aproximarse siquiera al ademán revelador”.
Mucho de esto sucede en Nebraska, tocada del espíritu fordiano de principio a fin. La cinta está rodada en blanco y negro lo que, en este caso, parece una forma de evocación del cine clásico al que remite más que un valor estético.
El cine de Payne, como el de Ford, es un cine de personajes y en Nebraska hay una galería completa de perdedores al modo de las grandes cintas corales de Ford.
No solo está el viejo, también está ella, que todavía conserva las riendas y esa capacidad para fustigar y la habilidad innata para manipular presente y pasado a su favor. Una leyenda forjada de guapa de pueblo es una defensa como otra cualquiera ante el fracaso de un marido borracho y del sueño, la peluquería, que no salió adelante.
Y está el hijo mayor, que aspira solo a la sustitución del titular de las noticias locales, en quien se adivinan muchas horas de análisis de la trayectoria profesional.
Y la tía, grandiosa en esa breve intervención: “no fue una violación, fue una agresión sexual”. El tecnicismo aporta un torrente de significados sobre apariencias pueblerinas, corazón maternal y cierta forma de valor que planta cara a la adversidad con la negación.
Y el personaje agradecido con la vida, a pesar del maltrato que le ha prodigado, y el que en la lucha se ha vuelto ruin y envidioso y aquellos que se han animalizado.

Una historia a muchas voces en la que, sin particular relevancia, todos participan, todos tienen su momento de gloria. En cada una de esas intervenciones, Alexander Payne apunta al tema, amplio, variado, humano y lo va construyendo, sin espectacularidad, como Ford.
Y como Ford emplea esa clase de complicidad, esa comprensión benévola con las sinrazones del personaje. El viejo de Nebraska despierta afecto, impaciencia, pena y risa a partes iguales. Payne mezcla el humor, el amor y la nostalgia con una medida de difícil resistencia.
Ahora que parece haber cubierto el ciclo vital de perdedores, habrá que ver en dónde centra el tiro Payne. Lo que es claro es que puede seguir contando de mil maneras que nadie atraviesa la vida sin magulladuras. Ésa es también la idea de Paul Valery con la que nos ha dejado Miyazaki: “El viento se levanta y hay que intentar vivir”.
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