Ancianos y familia en Las uvas de la ira (John Ford, 1940)

Comen en la misma mesa, duermen bajo el mismo techo, viajan en el mismo camión, comparten el mis­mo destino. Son los abuelos de la familia Joad. Podrían haber si­do nuestros propios abuelos. En 1940, John Ford estrenó su adapta­ción de Las uvas de la ira, de John Steinbeck. Mien­tras que el escritor había in­su­fla­do un amargo espíritu de­ter­mi­nis­ta a la novela, Ford quiso com­pa­de­cerse de los mismos personajes a su manera, con la dignidad debida. Se­guro que en esto influye funda­men­talmente su mi­rada cristiana, a la que nunca renun­ció mientras estuvo activo.

Así las cosas, este clásico cuenta el drama de los “okies”, habitantes de Ockla­homa que emigraron a Cali­for­nia durante la Gran Depresión por cau­sa del desahucio. En particu­lar, me quiero detener en un aspecto menos comentado de la película. Del desahucio, de la miseria, del trabajo, de la gente, del héroe fugitivo, de las promesas de la tierra prometi­da de California y de la carretera 66 se ha hablado largo y tendido. Pero no se ha hecho justicia a los ancianos, integrados de manera natural en la historia. Ha llegado el momento de hacerlo.

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La película arranca con uno de esos planos magistrales que solo Ford y tan solo John Ford ha sabi­do ro­dar, en esta ocasión gracias a su di­rector de fotografía Gregg To­land. El expresidario Tom Joad (in­terpretado por el grandísimo Hen­ry Fonda) regresa a su hogar recorriendo a pie una carretera desierta. Los dos tercios de la imagen sig­nifican simbólicamente cómo el Cie­lo aún vela por él. Para John Ford es importante dar muestras de có­mo la Trascendencia se manifiesta en nuestra vida de dos maneras: a tra­vés de la Creación y de las obras bue­nas de las personas. Nunca jamás se olvida de sus criaturas.

Las uvas de la ira (John Ford, 1940)
Todos están pendientes de la decisión. Tom Joad intenta convencer a su abuelo con amables palabras. Es un momento solemne (Las uvas de la ira, John Ford, 1940)

Al llegar a casa se encuentra con una realidad triste. Al igual que otras familias, los Joad han perdido sus tierras. Solo les queda viajar a alguna otra parte del país donde re­comenzar. Sin embargo, no todos es­tán por la labor de emprender ese viaje. La aventura queda para los jó­venes. Grandpa, el abuelo, se re­sis­te como un niño enrabietado a su­bir a la camioneta. Esa es su tierra, donde nació y crió a sus hijos. Y ahora le quieren obligar a abandonarla. La reacción de su familia es unánime: no van a dejarle ahí aban­donado, por mucho que sea su vo­luntad. Por encima de todo, son una familia y la familia siempre tiene que permanecer unida, contra vien­to y marea, contra desahucios, le­yes, penurias, disparates y dislates de viejo cascarrabias… Sea o no acor­de con su decisión personal, el abue­lo no se va a salir con la suya. Se empeñan y logran montarlo en el camión a regañadientes. El deseo de Grandpa está muy reñido con su supervivencia. Todos saben que se equivoca, por mucho que sea un adulto, esté sufriendo y “sea su vo­luntad”. Es una boca más que alimen­tar, sí; pero no una carga. Una persona nunca es una carga. Na­die en su sano juicio, ni “por el amor de todos los santos”, concebiría dejarle ahí.

Las uvas de la ira refleja una con­sideración profunda y justa de los ancianos, la que se tenía de ellos cuando la gente todavía no ha­bía perdido la cordura. Nos cuida­ron, son la voz de la experiencia y la referencia más primordial de to­do lo conocido. Sin ellos, la fami­lia no sería; sin ellos, la familia es­tá huérfana. Sin ellos, la sociedad y sus instituciones pierden su pa­sa­do. Como buen irlandés, hijo y nie­to, padre y esposo, John Ford real­za la humanidad y la delicadeza de los miembros de la familia Joad. El mun­do se había entregado a una ne­fas­ta y dolorosa guerra mercantil y te­rritorial. Porque las guerras de to­da clase las deciden los políticos, no la gente decente, a la que a veces sue­len arrastrar y envilecer. Mientras tanto, Ford repasa el pasado más reciente del americano sencillo, de a pie, que se ve obligado a sufrir la vida tal y como viene. “Somos la gente”, dice Ma Joad, “y la gente siem­pre sale adelante, por muchas que sean las dificultades que haya que superar”.

No obstante, llegó su hora: “Estoy muy cansado, muy cansado”, di­ce el abuelo tumbado en la cuneta de la carretera 66, a la sombra de un tenderete provisional, mientras co­ge un puñado de tierra que se arroja so­bre sí, consciente de que es el fin. Asis­timos a la intimidad de su lecho de muerte, junto a su hijo y su nie­to, que le asisten para no dejarle so­lo ni desamparado, de nuevo.

Las uvas de la ira, John Ford, 1940
Grandma y grandpa Joad siempre estarán en nuestra mente, y en el corazón, junto a nuestros abuelos (Las uvas de la ira, John Ford, 1940)

John Ford podría habernos ahorrado el momento del duelo. Sin em­bar­go, lo consideró digno de un espacio en el filme. En la vida -como en el viaje de los Joad, donde cada cual sueña, se entristece, se encoleriza, se humilla, es paciente, se sa­crifica y muere- debería seguir ha­biendo espacio para la vida tal y co­mo es. Esa es la perfección de la vi­da real.

Nadie sabe qué haremos cuando lle­gue la hora de la verdad. Quién sa­be qué motivará nuestras decisiones. Quizá -Dios no lo quiera- nos aver­goncemos. Aún estamos a tiempo. Al menos, Ford nos contó su de­ci­sión poética. Bueno es saberlo.

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