Grandes olvidados del cine español: Jacinto Molina (Paul Naschy)
La primera aproximación al cine de terror de Jacinto Molina fue con La marca del hombre lobo (1968), cuyo guion escribió sin sospechar que él acabaría siendo el protagonista.
El 30 de noviembre de 2019 se cumplió el décimo aniversario de la muerte de Jacinto Molina, más conocido por su alias artístico, Paul Naschy. Nacido en Madrid el 6 de septiembre de 1934, su nombre alcanzó altas cotas de popularidad así como reconocimiento más allá de nuestras fronteras en unas etapas que se alternaron con otras de ostracismo y olvido.
Si bien está estrechamente vinculado con el cine de terror (encarnó a Drácula, el hombre lobo a través del ya mítico personaje de Waldemar Daninsky y al sádico Gilles de Rais, entre otros muchos), Jacinto Molina tuvo numerosas facetas, algunas más conocidas como la deportiva a lo largo de 35 años (corredor, lanzador de jabalina, boxeo, halterofilia y «power lifting», con varios logros nacionales e internacionales) y otras no tanto, en su faceta de director de documentales divulgativos, escritor de novelas del oeste o ilustrador de una compañía discográfica. También mostró una notable sensibilidad hacia el arte, no solo el cine (afirmaba que sus principales influencias fueron el expresionismo alemán así como las producciones de la Universal y la británica Hammer), sino también a través de la literatura (Maupassant, Stoker, Poe, Lovecraft, Ionesco y Boris Vian especialmente) y la pintura, con Goya, El Bosco, Peter Brueghel «el viejo», Vermeer de Delft y José Gutiérrez Solana entre otros; a éste último llegó a conocerlo y quedó tan marcado por su universo pictórico y personal que reconocía que a raíz de éste surgió el embrión de El huerto del francés (1977), considerada como una de sus mejores películas.
Pese a ser muy pequeño cuando estalló la Guerra Civil, en su libro Paul Naschy. Memorias de un hombre lobo cuenta que recordaba perfectamente algunas estampas de horror de la misma que se quedaron para siempre en su retina: los últimos estertores de un hombre decapitado y los cadáveres de muchos fusilados. Su padre sí la vivió intensamente y en al menos dos ocasiones se libró de una muerte segura, tanto es así que en casa no contaban con volver a verle, por eso la imagen que el pequeño Jacinto Molina guardaba de su padre al entrar por la puerta fue, en sus propias palabras, fantasmagórica. Parece que estos hechos marcaron su vida desde la infancia pero la muerte siguió rondando en torno a él en muchas ocasiones: desde el hecho de trabar amistad con el tristemente célebre Jarabo, ajusticiado a garrote vil, hasta la operación a vida o a muerte, y con muy pocas esperanzas, que le realizaron a corazón abierto, pasando por el trágico fallecimiento accidental de personas muy cercanas a él, como compañeros de juegos, un especialista de cine o una novia, así como el suicidio de otra; también fue testigo de un tiroteo en Egipto, en el que unos policías acribillaron a dos supuestos integristas. Una notable influencia fue la de uno de sus tíos, con el que tuvo un trato muy cercano, y que sentía una extraña pasión por lo macabro y más concretamente por los cementerios, a los que acudían de vez en cuando.
La película que más marcó su infancia fue Frankenstein y el hombre lobo, protagonizada por Lon Chaney, hijo, convertido en su héroe particular y en el causante de que cuando su madre le preguntó en cierta ocasión qué quería ser de mayor, el le respondiera que «hombre lobo». Aún no había cumplido los 17 años cuando al concluir el bachillerato superior y aprobar la reválida dijo en clase que quería ser director de cine; fue tal la reacción generalizada que corrigió sobre la marcha su deseo por el más convencional de ingeniero agrónomo.
Debido a su profesión de peletero, el padre de Jacinto Molina conoció a destacados artistas, desde Sara Montiel y Alfredo Mayo hasta Orson Welles, Sofía Loren, Charlton Heston, Cary Grant y Frank Sinatra, entre otros muchos. Así, gracias a sus numerosos contactos, pudo introducir a su hijo en el cine. Trabajó en películas de Pedro Lazaga, Mariano Ozores y Manuel Mur Oti, pero no como decorador, su verdadera intención, sino como meritorio de dirección. También hizo de esclavo egipcio y soldado romano en Rey de Reyes y en 55 días en Pekín, ambas de Nicholas Ray, del que llegó a ser amigo. Asimismo, tuvo ocasión de conocer al mítico Boris Karloff, al que vio llorar por el frío y agotamiento que, ya anciano (tres años antes de morir), estaba soportando al final de una dura jornada de trabajo.
Su primera aproximación al cine de terror fue La marca del hombre lobo (1968), cuyo guion escribió sin sospechar que él acabaría siendo el protagonista, eso sí, tuvo que internacionalizar el nombre del personaje porque el licántropo no podía ser español, asturiano para más señas; fue así como surgió Waldemar Daninsky, nombre con el que rendía honor a su admirado Edgar Allan Poe. En un principio pensaron en Lon Chaney para este personaje, pero estaba gravemente enfermo y era demasiado mayor; fue uno de los coproductores alemanes quien le propuso que lo interpretara él mismo. También fue en esta película cuando surgió su nombre artístico, Paul Naschy, para poder comercializar mejor la película en el extranjero.
La década de los 70, la más fructífera de su carrera, se inauguró con uno de los grandes éxitos del cine de terror español, La noche de Walpurgis (1970), seguido poco después de El espanto surge de la tumba (1972), pese a que apenas contó con un día y medio para escribir su guion. Dio el salto a la dirección con Todos los gritos del silencio (1975), debido a la detención del director, al parecer, según se rumoreó, por corrupción de menores. Pero su pleno debut fue con Inquisición (1976); al año siguiente dirigió la ya citada El huerto del francés (1977), definida por él como «una de mis películas más emblemáticas y de mayor calidad». De ella cuenta en sus memorias que María José Cantudo le amargó el rodaje y que se llevaba a matar con Agatha Lys, compañera de reparto. A principio de los 80 es cuando una potente productora japonesa contacta con él, lo que supone el inicio de una etapa muy satisfactoria y que le permitió conocer a uno de los grandes de esta cinematografía, Akira Kurosawa. Realizó documentales culturales (sobre el Museo del Prado, Monasterio de El Escorial o las cuevas de Altamira), pero con dramatizaciones. También gracias a sus contactos en Japón coprodujo El carnaval de las bestias (1980) y La bestia y la espada mágica (1983), una historia de brujería japonesa con la presencia de Waldemar Daninsky. A mediados de esa misma década Jacinto Molina vivió su peor época debido a la falta de proyectos y a una profunda depresión. No obstante pudo sacar adelante El aullido del diablo (1987), en la que se metió en la piel de doce personajes míticos del terror: Fu-Manchú, el Fantasma de la Ópera, Frankenstein, Quasimodo, Mr. Hyde y el propio Daninsky, entre otros.
Paul Naschy, que a punto estuvo de perder la vista durante un rodaje por la pólvora de un revolver que le afectó en pleno rostro, se arrepentía de no haber aceptado ofertas para trabajar en Alemania, Inglaterra y EE.UU. («fue un gravísimo error y probablemente perdí el tren de mi vida», decía en sus memorias), y se quejaba de ser más valorado en el extranjero que en España. Uno de los mayores reconocimientos fue a cargo de la revista especializada en cine fantástico Fangoria, que le dedicó un homenaje en Nueva York, siendo el primer español en recibirlo tras una larga nómina de ilustres como Jack Nicholson, Vincent Price, Christopher Lee, Roger Corman, Sam Raimi, John Carpenter, etc.
Con más de un largo centenar de títulos en su trayectoria como actor y una veintena como director, contaba también con numerosos proyectos que nunca vieron la luz; tal vez el más interesante de todos fuera su visión sobre una figura histórica del anarquismo, fallecido en circunstancias no muy claras durante la Guerra Civil, Buenaventura Durruti.
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