La eternidad y un día: El poema de las infancias rotas

EL griego Théo Angelopoulos ha hecho una película intimista, diferente y difícil de digerir para el gran público. La eternidad y un día llega ahora a las pantallas españolas tras pasearse por Europa vitoreada unánimemente por cinéfilos y crítica: no en vano ganó la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 1998.

La trama parte de un acontecimiento central que, aunque no se menciona explícitamente, gravita sobre toda la historia: Alexander, un viejo escritor ateniense, va a morir. Aparca, por tanto, su viejo proyecto de completar un extraño poema del siglo XIX para despedirse de su ciudad y viajar a un hospital.

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Pero el verdadero viaje de Alexander discurre por los caminos de la nostalgia: desde la maravillosa luz mediterránea de su infancia a la imagen de su mujer, fallecida tiempo atrás. Hasta su melancólica soledad se encuentra de forma casual pero fulminante con un niño albanés explotado por las mafias de inmigrantes ilegales de Atenas.

Alexander ve algo en él que le conmueve y le obliga a socorrerle: su vejez se da de bruces con otra infancia reflejada en la inocencia del pequeño emigrante albanés, que sobrevive en un asfixiante conglomerado urbano de hierros, ladrillos y lluvia. Viejo y niño realizan un impresionante duelo interpretativo; Alexander resulta espléndido de dolor y búsqueda; el niño, todo ojos y misterio, sublima su niñez para convertirse en icono de la fragilidad que siempre envuelve a la inocencia.

Las dos figuras, fundidas en imágenes patéticas, cubiertas de niebla u oscuridad, de luz matizada o de lluvia, deambulan por un paisaje que refleja las dudas de Alexander, verdaderas protagonistas de la película: «¿Cuánto dura el mañana?», pregunta. La respuesta está en la intersección de dos infancias -la que mató el tiempo y la que ahora amenaza de muerte la injusticia social- y habita esta película densa en símbolos y plasticidad, que se recrea en un ritmo lento, lento, muy lento. Tan lento como para pensárselo dos veces antes de ir a la sesión de las cuatro de la tarde. No es la mejor hora para dejarse seducir por este delicado y personalísimo poema visual de Théo Angelopoulos.

Ficha Técnica

  • Fotografía: Yorgos Arvanitis, Andreas Sinanos 
  • Música: Eléni Karaindrou
  • País: Grecia  

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