Sole

· Sironi favorece los silencios, cuida los encuadres, maneja una paleta fría. Su cámara recuerda a Antonioni y a los Dardenne, sin la empatía de estos últimos.

Ermanno es un joven apático, ladronzuelo de poca monta que dedica su largo ocio a jugar con máquinas tragaperras. Tras una breve presentación, un tío suyo le hace el encargo de cuidar -vigilar- a una polaca embarazada de siete meses. Tiene que hacer de padre durante las pruebas médicas y hasta el parto, entonces le entregarán al bebé. Tal es el acuerdo con Lena.

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El primer largometraje de Carlo Sironi aborda temas que este director ya ha tratado en cortometrajes, como la inmigración y los embarazos clandestinos. Sironi es de una sobriedad pasmosa: pocos planos, los justos; pocas palabras, las imprescindibles; pocas explicaciones, todo está a la vista.

La cámara está centrada todo el tiempo en los jóvenes: Ermanno parece apático, incapaz de empatía; Lena apenas algo más vital, aunque ella tiene la excusa de ser inmigrante que piensa seguir viajando. Los dos aparecen como seres pasivos a las órdenes de los adultos que los utilizan para sus fines. El bebé es el objeto de una transacción. Sironi no juzga sus acciones, se limita a exponer los hechos. Con eso basta. Los protagonistas se humanizarán, se advertirá muy lentamente que se han forjado unos lazos reales, a pesar de esa industria criminal de la que son en parte cómplices las autoridades.

Sironi favorece los silencios, cuida los encuadres, maneja una paleta fría. Su cámara recuerda a Antonioni y a los Dardenne, sin la empatía de estos últimos. Solamente cuando Lena se pone un traje rosa, ese mundo gris parece cobrar vida. El ritmo es lento, inicialmente la narración no resulta atractiva. Poco a poco la historia y los personajes ganan el interés del espectador y las intenciones del director se hacen más claras. Además de la denuncia, hay lugar para la esperanza, que no es poco.