· Los protagonistas de On the Road se instalan en la carretera sin perspectiva alguna: es un modus vivendi. «La pureza de la carretera, con su línea blanca», «la carretera como una flecha, para conocernos a nosotros mismos»…
Una sala en un cine cualquiera: se ilumina la pantalla y el espectador naufraga en una interminable carretera, cuyo asfalto gris solo rompen el blanco de la raya central y el tendido eléctrico. Por ella camina hacia el primer plano un hombre solitario, que en la penúltima secuencia se desdibujará en la lejana perspectiva del atardecer, subrayada por el espléndido blanco y negro en que se rodó la cinta. Llegó, vivió su historia y se fue, abriendo camino a otros.
Pero ese hombre (Henry Fonda), recién salido de la cárcel, tiene una familia (se le reconoce como el hijo de Tom); y es la aventura del clan sobre un camión destartalado e indescriptiblemente cargado, a modo de hogar trashumante que recorre las carreteras americanas, la que narrará el texto de Steinbeck, The Grapes of Wrath/Las uvas de la ira (1937) y llevará a la pantalla John Ford con el mismo título (1939), una bellísima fotografía y un guión en el que medió el novelista.
Expulsados del paraíso
Desterrado del paraíso, la tierra propia que los vio nacer y acogió al morir durante generaciones, el clan familiar (abuelos, madre, tío, hermana embarazada, niños…) se dirige a California, «a la tierra que mana leche y miel», aunque los mayores mueren en el camino, como sucediera con los israelitas en tiempos de Moisés. «El viento los barrió echándolos a todos» -dirá uno de los personajes, recreando el ayer ante el asombrado protagonista-. En realidad, son los tractores quienes los arrojan a la carretera «para vivir como perros». Pero, más allá de la búsqueda del pan cotidiano, la familia es un valor y sigue adelante unida por una madre, mujer fuerte de la Biblia, espléndidamente encarnada por una Jane Darwell que fue nominada al Oscar. Ella intuye qué hacer porque la mujer es la continuidad («saldremos siempre adelante porque somos la gente») frente a las quiebras y el desencanto masculino («nunca volveremos a tener hogar» -dice el padre-; «desde que perdí el espíritu no tengo rumbo fijo» -dice el predicador, con aire de niño grande «colgado»-).


La utopía, preconizada en las secuencias de ese pequeño microcosmos de lo que debiera ser América, el campamento del gobierno al que llegan (autogestión, higiene, dignidad), es posible. Final abierto a la esperanza, muy en la línea del happy end al que Ford nos tiene acostumbrados, aunque en su momento indignara al novelista que se sintió traicionado.
El marco bíblico (unos seres humanos despojados del paraíso en busca de la tierra prometida, viento apocalíptico incluido) trasciende la historia puntual: emigrantes, crack norteamericano del 29 como telón de fondo, hambruna, irrupción de las multinacionales en la agricultura acelerando el fin de la era patriarcal… Y la universaliza: desgraciadamente, es la historia más que actual de cualquier emigrante en múltiples puntos del planeta. De ahí los paralelismos con ciertas obras literarias. De ahí también su inserción en mitemas universales (la vida como camino, vía hacia el más allá) y las conexiones intertextuales con clásicos como la Odisea o la Eneida, salvando las distancias, en un largo etcétera que llega hasta hoy. Vale recordar The Road (2006)/ La carretera (2007), de McCarthy, que fue llevada al cine por John Hillcoat con guión de Joe Penhall (2010), como una nueva versión postmoderna y apocalíptica de este largo camino que los hombres recorremos desde los albores de la humanidad en pos de nuestro destino.
De la Depresión al Apocalipsis
Este breve apunte establece las posibles relaciones entre novelas/filmes aparentemente tan distintos. Del profundo sur americano inmerso en la depresión económica, al mundo cuasi apocalíptico de McCarthy… De la familia-clan con valores patriarcales (rezar, compartir el pan), a la pareja padre-hijo, más bien propia del bildungsroman, porque ese camino deberá formar al niño para un mañana solitario muy cercano. Del realismo social de cuño expresionista propio de la generación perdida, a la postmodernidad fragmentaria de quien ya había tratado problemas de colectividades enfrentadas en su trilogía sobre la frontera. En común, la carretera como vía de salvación (trabajo en Las uvas de la ira), o pasaje al sur (calor, vida, comida, mar en La carretera).
Sería preciso subrayar un hito significativo entre ambos: On the Road (1957), de Kerouac, que la editorial Anagrama rescatara desde el «rollo mecanografiado original» en 2009. Una novela beat que hizo furor al proponerse como ética alternativa en el fin de la modernidad: quemar la vida como el cigarrillo que siempre apuran los protagonistas… Rescate obligado: no deja de ser curioso que, tras varios intentos frustrados de llevarla a la pantalla, el largo trayecto de F. F. Coppola como productor cristalizara en la película de Walter Sellers, On the Road (2012), rodada con su equipo habitual (guión de José Rivera, música de Gustavo Santaolalla y fotografía de Eric Gautier). De modo que casi se superponen cronológicamente en pantalla (por cierto, Viggo Mortensen trabaja en ambas), creando equívocos en las librerías, dos propuestas que en realidad están en las antípodas. O mejor: dos propuestas que pueden leerse como una diacronía de la humanidad: el mundo beat retratado por Kerouac culmina en el apocalipsis de McCarthy.
La carretera: Un modus vivendi
Los protagonistas de On the Road se instalan en la carretera sin perspectiva alguna: es un modus vivendi, una eterna huida. «La pureza de la carretera, con su línea blanca», «la carretera como una flecha, para conocernos a nosotros mismos»… «Con Dean comenzó mi vida en la carretera» -dirá una voz en off, la del joven aprendiz de escritor Sal Paradise (Sam Riley), que acaba de conocer a un Dean Moriarty (Garrett Hedlund) recién salido del reformatorio y casado con la seductora Marilou (Kristen Stewart)-. Psicópata seductor también él, arrastrará al grupo de amigos en un frenético viaje por la mítica 66, trasunto de los viajes que Kerouac y sus amigos hicieron entre 1947 y 1950. Frente al día soleado, ámbito del trabajo campesino en Las uvas…, la noche oscura del urbanita, que recala en bares y moteles de medio pelo en torno al saxo, lo mejor de la generación. La cinta tiene una estética “negra”, plasmada en las primeras secuencias que instalan al espectador en una filosofía vital plana: alcohol, porros, sexo… como fruto de la huida de cualquier responsabilidad. La familia, desarticulada, es sustituida por el grupo de amigos. Hijos que crecieron sin padres, entre maleantes, supervivientes del egoísmo de toda una generación presentista. La casa burguesa deja paso a la carretera, auténtico hogar y símbolo de la velocidad con que se queman las existencias, en coche o camión da igual, incluso andando con la mochila al hombro por Nebraska, Virginia, Alabama, Louisiana, California, Arizona… Todo vale: robar para comer, trampear en la gasolina o, excepcionalmente, trabajar en el algodón para volver a la carretera.
Pero el sinsentido vital cobra peaje: «robé una pistola y me apunté a la sien durante horas» -dirá Dean en uno de sus escasos momentos de lucidez-. «Hago todo tipo de estupideces y estoy consumido»… «es ver a una chica y pierdo el norte». Ya no habrá retorno: algo evidente en la última secuencia que enfrenta a los amigos… Las mujeres, compañeras de travesía al comienzo, cortan amarras asustadas por la locura egoísta de los hombres o atraídas por el reclamo del hogar.
«Me arrastré tras la gente que me interesaba, loca por vivir, que arde como una bengala en medio de la noche» -seguirá vertiendo la voz en off, a veces excesiva…-. Es la de Sal, alter-ego de Kerouac, siempre relativamente al margen, pero a quien la experiencia permite cuajar el escritor que lleva dentro: «conocí a Dean» -escribe compulsivamente en su «rollo» cerrando circularmente la historia-. Ya en los créditos, la música redondea el mensaje: «salí de Nueva York sin un centavo para recorrer el país», «nunca tendré un hogar», mientras la cámara focaliza a un joven de espaldas entre las vías del tren… (¡Cuánto ha envejecido la propuesta! ¡Y qué fracasada, aburrida y falta de ritmo la película!).
Pasan unos años… En el texto de McCarthy, galardonado con el Pulitzer del 2007 y llevado al cine, todo se ha consumado: en un mundo gris ceniza, otoñal, devastado por terremotos e incendios zigzaguea una carretera. Y por ella, como dos mendigos harapientos reducidos casi a la animalidad, se arrastran un padre (Viggo Mortensen) y un hijo (Kodi Smit-McPhee) tirando de un carrito mientras la tierra baldía (¿Eliot?) se muere poco a poco, entre muertos disecados y cosas arrumbadas… «Los relojes se detuvieron a la 1,17 tras un potente destello de luz y violentas sacudidas»… ¿Catástrofe nuclear? (¡Qué más da!). Existió un mundo feliz (no el de Huxley) que nos llega a través de breves flashback a modo de contrapunto en el relato (una bella joven, en un entorno primaveral) o insertados en la historia: un piano hallado en una casa o los sueños del padre recuperan por un instante algo casi irreal de tan lejano. Porque el pasado inmediato, los diálogos de la pareja plasmados en oníricos flashback, es desgarrador: ¡cómo traer al mundo una criatura en esas circunstancias! ¿Por qué no suicidarse en familia? Ella se rinde a pesar de las súplicas de él. Frente a la madre de Las uvas de la ira, esta madre joven y depresiva se hunde en la oscuridad para morir sola, abandonando a los suyos.
A partir de ahí, el hijo es el único motivo de supervivencia para el padre en ese viaje alucinante en busca de comida, huyendo de los caníbales. Una casa abandonada repleta de comida, un barco varado en la arena, una coca, un champú… proporcionan evasiones puntuales, símbolo de una vida que la memoria olvida… que ansía olvidar, porque duele la felicidad perdida. Y es que «no hay ningún otro sueño ni otro mundo de vigilia, y tampoco otra historia que contar». «Evoca las formas. Cuando no tengas nada más inventa ceremonias e infúndeles vida». La novela tiene una densidad ontológica que el cine reduce a mera acción, aquí mínima. De ahí la superioridad de la primera.
La carretera a la luz de La Eneida
«Tenemos que llevar el fuego, el fuego de nuestro interior, porque somos los buenos» -le dirá al niño-. Pero, ¿cómo mantenerse puro si hay que endurecerse, abandonar al enfermo o matar para sobrevivir? El relato implica toda una indagación sobre los límites del bien y el mal. Hay bastantes reminiscencias bíblicas y, como telón de fondo, un Dios al que el padre apela sin palabras ante la barbarie cotidiana. «Si el niño no es la palabra de Dios, Dios no ha existido nunca». La literatura norteamericana y en concreto sureña, pero también Dostoyevski y los clásicos se perfilan entre líneas. ¿Sería aventurado interpretar La carretera a la luz de La Eneida? Como Eneas tras la destrucción de Troya se abrió paso hacia la futura Roma, cargando a su padre, lares y penates incluidos, ahora, en una vuelta de tuerca, es el padre quien carga al niño, mientras la enfermedad le va minando. Un padre que transmite historias épicas («esto es lo que hacen los buenos. Seguir intentándolo. Jamás se rinden»). Y aunque la muerte le gane la partida, la bondad se impone: el niño será encontrado por una familia y una mujer luchadora que le acoge con alegría.
En el filme la oscuridad agobia: la fotografía de Javier Aguirresarobe plasma un mundo surrealista, con barcos varados en la autopista, o locomotoras en medio del bosque, que tiene mucho del realismo mágico de García Márquez. Aún así, la superioridad de la novela es indudable y no solo por el lenguaje cincelado, científico, muy rico. La violencia, el horror ante el mal atenaza la imaginación del lector y eso es obra de McCarthy. Con su parquedad emotiva, que descansa en la alternancia entre descripción y narración, y su estructura cincelada en párrafos breves que ralentizan la acción, se ensancha en diálogos antológicos: secos, lacónicos, de ida y vuelta, cerrados con un «vale» que el chico esboza una y otra vez, fruto de un rápido y duro aprendizaje que equivale a decir: «es lo que hay». Y, poco a poco, se atreve a cuestionar al padre en su deseo de salvar a los más débiles.
¿Es éste el final del viaje por esa carretera fracturada, símbolo de la vida humana? ¿La consecuencia del deterioro de la naturaleza y la ética humana? ¿Huyó toda esperanza? Tal vez la familia unida, presente tanto en Las uvas de la ira como en la recta final de La carretera, pueda ser una luz en el camino.
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