El sueño de Kurosawa
Akira Kurosawa nunca rompió totalmente el cordón umbilical que le unía a la pintura. Sus pintores preferidos eran Chagall, Cézanne, Rouault y, ante todo, Van Gogh.
Akira Kurosawa, el emperador del cine japonés, fue el menor de los siete hijos de un severo oficial del ejército descendiente de samuráis. Sus primeros años en el colegio fueron una pesadilla, no entendía casi nada, y como separaron su pupitre del de los otros niños llegó a pensar que era retrasado. Solo empezó a cobrar ánimos cuando su profesor de primaria Seiji Tachikawa le defendió ante toda la clase -que solía reírse de él-, y le alentó a dibujar con total libertad. Quizá por eso la relación del maestro (sensei) con el alumno (deshi) es un tema recurrente en su cine desde el inicio de su carrera con La leyenda del gran judo (1943) hasta su despedida final en Madadayo (1993).
Cuando acabó el colegio, Akira Kurosawa ingresó en la escuela de Bellas Artes y hasta llegó a exponer uno de sus cuadros en Nitten, una famosa galería de Tokio. El miedo a no llegar a ser un buen pintor y el suicidio de su hermano Heigo, que se había entregado al arte, le empujaron en 1935 a abandonar los pinceles y a dedicar el resto de su vida al cine.
Sin embargo, Kurosawa nunca rompió totalmente el cordón umbilical que le unía a la pintura: «Me siento vinculado profundamente a las artes plásticas, a la belleza. No puedo mirar fríamente la realidad». Sus pintores preferidos eran Chagall, Cézanne, Rouault y, ante todo, Van Gogh. Soñaba muchas veces que se encontraba con él y se paseaba por sus pinturas tal y como luego mostrara en Los cuervos, uno de los relatos de su película Los sueños(1990) que rueda casi al final de su vida cuando ya ha cumplido ochenta años.
A esas alturas en su país ya no confiaban en su éxito y tuvieron que ser dos americanos, George Lucas y Steven Spielberg, que sentían por él una admiración reverencial, los que produjeran el film. En su sencillo homenaje a Van Gogh, un aprendiz de pintor, el alter ego de Akira Kurosawa en la época en que era estudiante de arte, tras contemplar en un museo sus cuadros, se cala su sombrero -muy parecido al que el cineasta solía llevar en los rodajes cuando era joven- y se introduce en la pintura por la que transitará buscando al artista.
Van Gogh es interpretado por Martin Scorsese, otro admirador ferviente de Kurosawa. Se habían conocido cuando el cineasta japonés fue a Nueva York para presentar Kagemusha: la sombra del guerrero (1980). Scorsese le rogó entonces que firmase una petición para que Kodak fabricase un negativo en color más perdurable. Cuando Kurosawa le escribió años después para preguntarle si quería dar vida al Van Gogh de su sueño, todavía se acordaba de su ímpetu: «Quiero la misma clase de entusiasmo que tenías cuando me explicabas por qué debía incluir mi nombre en la petición». Scorsese estudió su breve papel mientras rodaba Uno de los nuestros (1990), y nada más acabar se fue a Japón para no retrasar más la película ya que su escena era la única que quedaba por filmar.
Akira Kurosawa construyó para Scorsese un Van Gogh impaciente y enérgico que pregunta con fiereza al aprendiz: «¡¿Por qué no estás pintando?!». Le explica que al ver tanta belleza se siente impulsado a absorber y devorar por completo la naturaleza que le rodea y a trabajar como una locomotora. En sus palabras vehementes resuenan unas feroces hambres de crear y el esfuerzo titánico que eso conlleva. Que el verdadero arte no sobreviene fácilmente es algo que Kurosawa debió experimentar muchas veces. Por eso lo que más le cautivaba de Van Gogh era «su vida fulgurante… ¡Pintar todas esas obras en solo diez años!». El cineasta estaba convencido de que «su evolución para alcanzar esa cima debió suponer un sufrimiento enorme».
Al recoger su caballete para marcharse, Van Gogh dice: «He de darme prisa. El tiempo se escapa. Me queda poco tiempo para pintar», quizá un pensamiento en voz alta del director japonés al que tampoco le quedaban muchos años de vida. Aunque el tiempo se acabe, la atmósfera del sueño no es desesperanzada: la resonancia del suicidio es muy leve, la locura se desdramatiza y la pérdida de la oreja no importa mucho. Kurosawa consigue incluso hacernos sonreír cuando le hace decir a Van Gogh que al intentar acabar su autorretrato, como no le salía bien la oreja, se deshizo de ella.
La implicación pictórica de Akira Kurosawa en la película fue total. Pintó, con los encendidos colores del artista holandés, los decorados (el puente de ladrillos, el carromato y algunas casas) y se encargó personalmente de rematar los cuadros que aparecen en el museo al inicio del sueño: «Los hice pintar a alguien pero les faltaba vida, asi que añadí mi propio toque. Los colores eran muy diferentes de los de los cuadros de Van Gogh, pero con la iluminación de la película se parecen mucho a los originales. Cada tela fue iluminada con extrema minuciosidad. Por ejemplo, ‘los girasoles’ son casi idénticos. En realidad los que pinté son mucho más rojos, pero es lo que hacía falta para que con luces muy amarillas dieran la impresión del original».
Además diseñó unos vibrantes storyboards, que coloreó alegremente. Ya había hecho antes magníficos bosquejos con encuadres para Ran (1985) y volvería a hacerlos después para Rapsodia de agosto (1991) y Madadayo (1993), su última película. Para Van Gogh, que tanto amaba la pintura japonesa del mundo flotante, que en Oriente llaman ukiyo-e, posiblemente sea el más bello de los homenajes.
Este sueño de Kurosawa, a la altura de los momentos más inspirados de su cine, está asentado en una humildad sin doblez que emociona al espectador desde el principio. Al igual que Shakespeare o Dostoyevski, con quien tantas veces se le ha comparado, posee la visión profunda de un auténtico humanista: ni juzga al hombre ni cuestiona al artista. En su deambular por el espacio pictórico busca únicamente aprender del maestro de la mirada.
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