Orson Welles y la pintura
Las influencias que llevaron a Welles a construir un universo visual tan particular no se encuentran solo en el cine, sino en otras disciplinas que estudió en su infancia.
«Cualquier cosa que veas en escena además de los actores y el escenario es atrezo, como por ejemplo la calavera de Yorick [en Hamlet] o el teléfono de Crimen perfecto. Y en la vida real también hay atrezo, acudimos conscientemente al cuello de la corbata o al cigarrillo en la mano (…). El atrezo es algo en lo que apoyarse, y eso es lo que es para mí el bloc de dibujos, algo a lo que acudir cuando me pierdo en mis propias palabras».
Así se presenta Orson Welles, mirando a cámara, en un programa para la BBC de 1955 titulado precisamente Orson Welles Sketchbook. En él, el protagonista narra sus orígenes, sus viajes y desventuras, y sus opiniones en asuntos tan diversos como la crítica, la invasión de la privacidad o la tauromaquia. Utiliza un pequeño bloc en el que dibuja para ilustrar aquello de lo que está hablando. Algo que demuestra hasta qué punto los pensamientos en su mente concebían un mundo esencialmente visual. Más que visual, pictórico: una faceta del director que se ha explorado con menos interés que otras (como su relación con el teatro).
Welles siempre ha sido considerado un pionero. Escenas como el laberinto de espejos en La dama de Shanghai (1947), donde la realidad se fractura, se fragmenta o se multiplica y crean un nuevo espacio expresivo, contiene ideas y decisiones formales adelantadas casi dos décadas al nuevo cine europeo, que entonces se consideraba a sí mismo vanguardista. Las influencias que posiblemente llevaron a Welles a construir un universo visual tan particular no se encuentran solo en el cine, sino en otras disciplinas que estudió en su infancia.
En 1926, Orson ingresó en la Todd School for Boys en Woodstock, Illinois, donde desarrolló sus habilidades teatrales pero también su pasión por las artes visuales. Pintaba de forma excelente, y también tenía soltura con los dibujos y las caricaturas, e incluso su principal ambición era convertirse en pintor, algo a lo que su padre se opuso fervientemente. No es descabellado afirmar que en una escuela privada como aquella, Welles estuvo expuesto a obras de Caravaggio o Rembrandt, y esto es algo que puede percibirse en la innovadora Ciudadano Kane (1941). La iluminación en dicha película se suele relacionar con cierta técnica de pintura italiana, el claroscuro, aunque el contraste entre las zonas iluminadas y las zonas oscuras es tan pronunciado que termina siendo tenebrista. Es posible comparar fotogramas de la cinta con cuadros de artistas tenebristas, como José de Ribera, para evidenciar sus similitudes.
Por otra parte, los planos de situación de Xanadú, la opulenta mansión de Charles Foster Kane en la película, evocan (además de a la arquitectura barroca, bizantina) al impresionismo de finales del siglo XIX. Es irónico que la obra que puso en la palestra la profundidad de campo en el cine (según André Bazin, «devolviendo cierta democracia y continuidad visible», haciendo que podamos ver todo lo que hay detrás o delante de los personajes) llene sus planos generales de una niebla que borra las delimitaciones y presenta el palacio como una figura difusa y brumosa, tal y como hace Monet cuando pinta edificios en sus lienzos: lejanos, misteriosos, alternando entre lo majestuoso y lo decadente.
Orson Welles siguió pintando y dibujando a lo largo de su vida. Muchas veces como parte del proceso creativo de sus proyectos cinematográficos, para los que diseñaba los sets, el decorado, las vestimentas. Pero también en lienzos, autorretratos e incluso un libro infantil que ilustró para su hija Rebecca en 1956.
Pero para Welles la pintura no solo fue un referente visual, también le permitió formular cuestiones sobre el propio valor de la imagen. Sirviéndose de un documental inacabado sobre Elmyr de Hory, un famoso falsificador de cuadros, monta Fraude (1973), un trepidante collage cinematográfico en el que lo real y lo ficticio son intercambiables. El falsificador crea recreaciones perfectas de grandes artistas como Modigliani o Picasso, y asegura que una vez esas falsificaciones han pasado desapercibidas, su valor artístico se vuelve el mismo que el del original.
Welles, frente a la catedral de Chartres (cuyos constructores hace tiempo han muerto, pero que se erige igual de imponente), se pregunta cuál es el verdadero valor de la imagen: ¿es una mota de polvo en el aire, o es algo grabado en piedra? Quizás el autor no es tan importante, quizás la obra no es tan importante, quizás todo se evapora en el tiempo.
Aunque no hay que olvidar que Welles, además de cineasta o pintor, era también un gran embustero.