Patria, la novela de Aramburu
Pensando Patria, la novela de Aramburu de la que se hará una serie | Cuando HBO anuncia la producción de una serie que adapta la novela Patria, de Fernando Aramburu, rescatamos un ensayo de María Caballero, catedrática de Literatura Hispanoamericana y jefe de nuestra sección Cine y alrededores.
· La novela Patria, de Fernando Aramburu, será llevada a la televisión por HBO
Hay libros predestinados a ganar. Hay temas desgraciadamente de moda… ¿Cómo si no explicar el éxito arrollador de Patria (Tusquets, 2016), con veinte ediciones a sus espaldas en mayo de 2017 y aureolado por dos premios prestigiosos: el de la Crítica y el Francisco Umbral de Novela, por cierto más que jugoso (12.000 euros)? La contraportada del libro vende al autor (Fernando Aramburu, 1959), «uno de nuestros más poderosos creadores», «uno de los mejores escritores españoles que hay en la actualidad», «imprescindible»… «Nadie duda ya de la calidad creciente de la literatura de Aramburu, un autor que ha alcanzado la plena madurez» -concluye Pozuelo Yvancos, de cuya seriedad crítica nadie duda-. Un escritor entrevistado una y otra vez que, sin duda, será el ídolo de las ferias del libro de este año.
No entro a valorar declaraciones, ni a juzgar su literatura que ya se había acercado al terrorismo con sus secuelas de extorsión, miedo y silencio, en Los peces de la amargura (2006) y Años lentos (2012, memoria de una infancia en tiempos de ETA). Me quedo con Patria, un libro muy cinematográfico por su estructura y alternancia de focos narrativos. Obviamente, también por su tema, ETA, tantas veces llevada a la literatura y al cine desde 1976. No hay más que recordar El topo (Alfredson, 2011) o la casi imprescindible El viaje de Arián (Bosch, 2000). Y todo ello en el marco del anuncio de desarme hecho por la organización y que ha sido noticia durante las pasadas semanas. ¿Se cierra definitivamente casi un siglo de lucha por la patria vasca? ¿O solo se trata de una nueva estrategia publicitaria de una renqueante organización terrorista que perdió el tren hace ya mucho tiempo?
Sea como fuere, el anuncio le viene como anillo al dedo a un novelón que se abre con otro anuncio, el del «alto el fuego etarra» (20-X-2011) y que se está vendiendo como rosquillas. ¿Cuál es la clave de su éxito? Es un texto ágil, que se lee muy bien gracias a su estructura fracturada en 125 capítulos breves (relatos cortos que explotan por las entretelas, cargados de connotaciones y que tienden a nuclearse en patrones de tres en torno a un personaje). Excelente opción de foco narrativo: el relato omnisciente, en tercera persona, se combina una y otra vez con la «focalización con», lo que refracta en varias perspectivas un mismo suceso o pensamiento: «Aun menos le gustó su cara. Soy yo, pero no soy yo»… «A fin de cuentas ella iba a su bola, como en realidad pienso hacer hasta el final de mi vida». Podrían citarse muchos ejemplos, porque es una técnica habitual sin resultar machacona.
Esa excelente opción de foco narrativo tiene mucho que ver también con la utilización de monólogos que se transforman en diálogos en segunda persona: «Bittori. ¿Qué? Estás cayendo en el rencor y ya te he dicho muchas veces qué. Vale, déjame en paz». Caracterizan especialmente a Bittori, la mujer del Txato, empresario asesinado por ETA. Es ella la que sustenta el hilo principal de la trama al decidir, pasado un tiempo, volver a su pueblo, escenario del crimen, para saber quién lo mató, para intentar comprender, lo que provoca una cadena de reacciones… Así entran en escena los personajes de la historia, cada uno con su pasado a cuestas, un fardo pesado que intentan sacudirse sin éxito. Porque la novela es un flashback, la historia de dos familias amigas que, envenenadas por la política, de la noche a la mañana se convierten en feroces enemigas; es la historia de un pueblo, de la comunidad vasca durante décadas… de las secuelas que genera una fanatizada visión del mundo.
Patria, novela de Aramburu: Un relato en dos tiempos
De ahí, los dos tiempos básicos del relato: un presente dislocado y un pasado fragmentario en varios niveles: las habituales escapadas de las amigas (Bittori y Miren, las dos madres que quisieron ser monjas) al café de San Sebastián en pro de sus confidencias (caps. 7, 14 y 65 donde rompen); los brochazos en torno a la relación de los maridos, el Txato y Joxian, a los que une la bici y la taberna con amigos, hasta que el miedo cobarde del segundo los convierte en eternos solitarios; las anécdotas en torno a la generación de los hijos, tan acosada por el ambiente de Herri Batasuna en que están creciendo (Nerea y Arantxa, Xabier, Joxe Mari y Gorka). Las reacciones tras el asesinato… Todo un inmenso tapiz que en esta edición ocupa 642 páginas, algunas innecesarias, para mi gusto, sobre todo en la tercera parte que se alarga y pierde fuerza narrativa. Son las que caerán en la, con seguridad, ya inminente puesta en escena cinematográfica: tienen que ver con la vida cotidiana de los más jóvenes (alternativas matrimoniales de Nerea, matrimonio homosexual de Gorka…), indudables concesiones a la postmodernidad y tópicos previsibles.
Los escenarios son muy cinematográficos. En el presente, la cámara se centrará en Bittori: su casa en San Sebastián, los diálogos con Txato en la losa del cementerio de Polloe… las venidas al pueblo (casa, iglesia, plaza y encuentros varios…). También la casa de Miren, la cárcel en que terminará recluido Joxe Mari…
Pero no quiero perder el hilo conductor, es decir, a Bittori, esa vasca caracterizada por su equilibrio y sentido común… por el austero, recio y profundo amor al marido más allá de la muerte: solo le dice «te quiero» una vez, recién asesinado, para que se lleve al otro mundo la seguridad de su cariño. Y sigue hablando con él cada día («¿Bailas Txatito?»), porque está vivo y presente, ¡faltaría más!; mientras espera reunirse pronto con él. Esa Antígona tesonera y tozuda reencarnada en vasco, enfrentada durante toda la novela a la comunidad (comunidad emblematizada en Miren, su amiga / enemiga del alma), que se atreve a volver al pueblo («también es mi pueblo») y consigue lo que se propone.
Si Bittori es el eje de su familia, aún más Miren lo es de la suya: típica ama vasca, ¿quién podría encarnarla en la pantalla?, trabajadora ejemplar y excelente cocinera, pero progresivamente hosca y amarga con el entorno. En ella encarnan los tópicos (euskera, genes como sello identitario) con los que reímos en Ocho apellidos vascos (Martínez-Lázaro, 2014); pero aquí nadie se ríe: ahuyenta el amor en el marido, los hijos y nietos que la temen. Paradójicamente, es ante todo madre, pero madre del hijo etarra: «yo estaré siempre con mi hijo pase lo que pase».
El matriarcado vasco es evidente en el texto: las mujeres son las protagonistas fuertes. En la generación de las hijas esa fortaleza se encarna en Arantxa, la hija españolista de Miren. Un ictus la dejará incomunicada verbalmente en su silla de paralítica. Paradójicamente, su tesón sazonado de realismo y humor negro, así como su capacidad de empatía la convertirán en medianera universal entre padres, hermanos y familias distanciadas, consiguiendo auténticos milagros. En la ficción, sin alharaca alguna, es uno de los puntales de esperanza. Le falta, eso sí, una visión trascendente que haría más creíble su fortaleza.
Patria, novela de Aramburu: Suspense y perspectivismo faulkneriano
Uno de los aciertos del texto emparenta la novela con Crónica de una muerte anunciada, del Nobel García Márquez: desde el comienzo ya todo terminó, el asesinato se ha consumado; pero tendrán que transcurrir más de 400 páginas, es decir, bastante más de la mitad del texto, para que el narrador relate sucintamente y desde el punto de vista del Txato lo que se ha venido anunciando a nivel de relato por medio de prolepsis: «El Txato caminaba (…) no tardó en pasar por el punto exacto donde una tarde lluviosa cada vez más cercana, un militante de ETA, le quitará la vida» (p. 336). El asesinato, como en los textos de Hemingway y otros, se convierte en verdadero dato escondido, que siempre está ahí, inquietando a los personajes, al lector / posible espectador.
Un asesinato que será narrado varias veces porque al modo de «Mientras agonizo» cada personaje rememora cómo vivió el violento suceso: Bittori, tras los visillos fue la única que se tiró a la desabrida y lluviosa calle para atenderlo sin que nadie la apoyara; Joxe Mari recordará en la cárcel años después su primer intento fallido; en el capítulo 48 ya corre la noticia del atentado con el suspense de quién será el muerto; suspense que alcanza a Gorka en su trabajo en el capítulo 93… Las reacciones enriquecen el texto y el contexto y, cómo no, mantienen el suspense: ¿será capaz Joxe Mari de disparar fríamente por la espalda a su «tío», a quien le compraba desde niño helados y chucherías?
Los hijos del asesinado, Nerea y Xabier, tras el suceso quedan al pairo, desarbolados. La primera, frívola y tontona, evasionista y descomprometida, acabará montando su altarcito particular con los recuerdos paternos; mientras que Xabier, médico hiperresponsable con sus pacientes, hijo pendiente de la madre, esconderá una herida más profunda: «no debo ser feliz» -se dirá tras el funeral- y lo aplicará a rajatabla desde el amor femenino hasta los pequeños placeres de la vida como disfrutar de unas simples castañas.
Joxe Mari y Gorka, hijos de Miren, son irreconciliables: «Unos hemos oído la llamada de la patria. Otros se dedican a llevar una vida cómoda y pasarlo de puta madre. Siempre ha sido así. Unos se sacrifican, otros se aprovechan» -le dirá el hermano mayor al pequeño cuando reciba su visita en la cárcel-. La alternativa que parece plantear la novela para la juventud de Euskalerría es pobre: ¿etarra o maricón? Porque tratando de escapar a la violencia impuesta por el grupo, Gorka termina en eso. ¿No hay otra salida para la Patria?
Se abre tal vez un mínimo resquicio para el país que paradójicamente arranca del sufrimiento, un sufrimiento que hace madurar… de la amargura a la generosidad. Algo determinante en Arantxa, como ya se vio, pero también en Bittori y desde luego en Joxe Mari, que sufre todo un proceso interior en la cárcel hasta ser capaz de escribir una carta pidiendo perdón. Un proceso que arranca con la inevitable pregunta, «¿ha merecido la pena?», que necesita recordarse una y otra vez, «la justicia de nuestra lucha», y que estalla en el capítulo 92 en un fragmento metafórico con mucha fuerza:
«Un hombre puede ser un barco con el casco de acero. Luego pasan los años y se forman grietas. Por ellas entra el agua de la nostalgia, contaminada de soledad, y el agua de la conciencia de haberse equivocado y la de no poner remedio al error, y esa agua que corroe tanto, la del arrepentimiento que se siente y no se dice por miedo, por vergüenza, por no quedar mal con los compañeros. Y así el hombre, ya barco agrietado, se irá a pique en cualquier momento».
Dos patrias sin entendimiento: el mundo de los mayores y el de los jóvenes
De lo mejor, el trazado del contexto: es muy buena la caracterización de los pueblos pequeños copados por Herri Batasuna y ETA, que va enturbiando las relaciones humanas entre los mayores y creando un progresivo ambiente asfixiante para jóvenes sin escapatoria alguna. Los diálogos de Bittori / Txato y Xabier por un lado, y Joxian / Miren y Josetxo, por otro, son más que gráficos de la situación. En el capítulo 21, Xabier «clava» la figura de su padre, el Txato: «laborioso, eficiente, con pocas ideas pero claras y un instinto inefable para los negocios» (p. 98). Un vasco noble que no comprende: «Yo no puedo entender que unos tipos que pretenden defender el euskera maten a euskaldunes. Que quieren construir Euskadi, maten a vascos, otra cosa es que se carguen a guardias civiles o a gente venida de fuera. Me parece mal, pero desde la lógica del terrorista no deja de tener sentido». Pero no hay salida: «pagas, emigras, o te la juegas». Joxian opina igual. Enfrente Miren, politizada a tope: «Está en juego la vida de un pueblo. ¿Somos abertxales o qué somos?».
¿Cómo se fabrica un etarra? Hay una conversación (capítulo 70, «Patria y mandangas») muy ilustrativa entre Joxian, obrero, triste y calzonazos, y Josetxo, el carnicero del pueblo, en la que este último se lamenta tras la muerte del hijo, también etarra: «Cogieron a mi hijo y montaron con él un numerito patriótico. Les vino de perlas que se moriría. Para usarlo con intenciones políticas, ¿sabes? Como los usan a todos. Unos borregos, eso es lo que son. Unos ingenuos. Y Joxe Mari lo mismo. Les calientan la cabeza, les dan un arma y hala, a matar. En casa nunca hemos hablado de política. A mí la política no me interesa. ¿Te interesa a ti? / -Ni pizca».
Desde el punto de vista de los jóvenes, la cosa es simple: «Un juego de amigos, un deporte. Vas, te arriesgas, de vez en cuando te sacuden un porrazo y a vivir. Después, en la taberna, bebes, comes y comentas con la cuadrilla, y uno nota con una especie de cosquilleo agradable que ha contraído la fiebre que calienta a todos y los une al calor de una causa (…). Lo dicho, un deporte, una diversión, hasta que de pronto apareció el abismo». Joxe Mari lo afinará aún más, con su cortante estilo vasco, en una de las cartas a Bittori: «La verdad es que yo no entré en ETA para ser malo. He defendido unas ideas. Mi problema es que he amado demasiado a mi pueblo»…
La novela se transforma en un caleidoscopio de la sociedad vasca, viejos y jóvenes, idealistas y asesinos sin piedad. Incluso el cura se implica. Pero, ¿era necesario ese facilón anticlericalismo al diseñar a don Serapio, el cura del pueblo, tributo a ciertas desafortunadas actuaciones políticas de algunos clérigos que nunca debieron contaminarse con la política local? Por desgracia, tampoco sorprende, aunque no deja de ser llamativa la cosmovisión religiosa tan plana, tan ausente de la vida en general, de la generación joven en particular. Generación a la que, ni de lejos, se le ocurre buscar una posible solución a sus problemas o plantearse el sentido de su vida en función de un Dios encarnado, todo amor y entrega.
Hace Patria y demarca, véase Miren, con su futuro yerno: «hablas euskera, eres de los nuestros»… Véase Patxi, el encubierto proetarra que maneja la taberna: «escribes en euskera como Gorka, sirves a la patria». En esta novela los diálogos saben a cotidiano, son familiares al oído de quien tuvo algún contacto con la tierra, quizá mejor conseguidos en la primera parte. Un guionista eficaz rescataría momentos que no puedo transcribir, sobre todo de los progenitores, que no necesitan apostilla alguna: definen a un pueblo a través de sus palabras. Un éxito que reposa en la utilización de la lengua, casi siempre en cursivas para subrayar desde ese nivel gráfico la existencia de una patria / nación por la que luchar: el euskera con su glosario, el condicional tan típico («si sería» por «si fuera»), los tacos y blasfemias lexicalizadas, los giros seculares, las frases cortadas que transmiten un carácter fuerte, hacia adentro…
El escritor en el texto y la memoria histórica: ¿objetivos a la vista o vuelta de tuerca irónica?
Capítulo 109, comida en casa de Bittori. Y estalla la conversación: ¿acudir a encuentros de víctimas del terrorismo? «Yo mi pena no la pongo en un escaparate» -dice la madre-. «Las víctimas estorban»… «Estáis emocionalmente bloqueados», dirá Nerea a su familia… Temor, dudas, y ansiedad en Xabier, que al final se presenta en una reunión en el hotel Cristina. Allí, la sorpresa: en primera fila, su hermana Nerea. Pero lo interesante es el discurso del escritor invitado (¿alter-ego de Aramburu?):
«Hay libros que crecen dentro de uno con los años en espera de la ocasión oportuna de ser escritos (…) surge en mi caso de una doble motivación. Por un lado, la empatía que les profeso a las víctimas del terrorismo. Por otro, el rechazo sin paliativos que me suscitan la violencia y cualesquiera agresiones dirigidas contra el Estado de Derecho».
Palabras que prácticamente doblan sus declaraciones en El Mundo de hace unos días. Como asimismo, pudiera adjudicársele, con las debidas reservas, lo que continúa diciendo en la ficción: «su libro ha sido escrito contra el crimen con excusa política y en nombre de una Patria, contra quienes tratan de inventarse una historia al servicio de su proyecto y sus convicciones totalitarias». Había que responder a preguntas que flotan en el ambiente: «cómo afrontan la vida tras un crimen de ETA la viuda, el huérfano, el mutilado».
Objetivos claros, toma de postura inequívoca: sin odio, pero contra la desmemoria… Denuncia y algo más: rescatar a través de la literatura lo bueno y noble del ser humano. Y todo ello, muy lejos del trapicheo comercial. Siguiendo su peculiar e inteligente juego de focalizaciones, el texto contrapone a la voz del escritor invitado, el monólogo y punto de vista de Xabier, oyente en la sala:
«Que es exactamente lo que mi madre no desea: que su sufrimiento y el de sus hijos le sirva de material a un escritor para que componga su libro o al director de cine para que ruede su película, y los aplaudan después, y ganen premios, mientras nosotros seguimos con nuestra tragedia a cuestas».
¿Necesaria autodefensa del escritor Aramburu ante el previsible éxito que convierte su texto en objeto de consumo? La primera parte de la profecía ya se ha cumplido en un escritor vasco que escapó hacia Alemania en el 85 porque se axfisiaba… ¿Habrá quién consiga hacer realidad la segunda, llevar la novela al cine con éxito, con su especificidad (ese pretendido equilibrio, esa doble mirada), más allá de filmes que conectan la lucha callejera con la organización terrorista, o se centran en la confusión y dificultades de reinserción de los arrepentidos, como A ciegas (Calparsoro, 1997) o Yoyes (Taberna, 1999)? El reto está sobre el tapete y solo el autor sabe hasta qué punto él es una víctima más o ha entrado ya en el juego comercial del arte.
Suscríbete a la revista FilaSiete