Los paraísos perdidos de Yves Saint Laurent | Yves Henri Donat Mathieu-Saint-Laurent, más conocido como Yves Saint Laurent (Orán, 1 de agosto de 1936 – París, 1 de junio de 2008), fue uno de los principales diseñadores de moda de la segunda mitad del siglo XX. Creador del esmoquin femenino en los años 1960, impulsor del resurgir de la alta costura en los años 80, tuvo una estrecha vinculación con el cine y el teatro diseñando decorados y -sobre todo- el vestuario para diversas películas.

Yves Saint Laurent tan sólo tenía que girarse en su escritorio para po­der pasear la vista frente al inmenso panel de corcho que tenía detrás de sí. Junto a los bocetos de las colecciones en marcha habitaban fotografías, tarjetas manuscritas, estudios de color y algún retrato suyo que algún amigo le había hecho a lápiz. Entre todo aquel paisaje allí estaba Ca­the­ri­ne Deneuve, luminosa y bella, fotografiada en blan­co y negro con esa mirada extraviada que la ha­ría famosa. En aquel estudio de París, cuando Yves Saint Laurent decidía perderse unos instantes entre aquellos recuerdos, encarnaba aquella fra­se que había tomado de Proust: «Los paraísos autén­ticos son los que uno ha perdido».

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Los paraísos perdidos de Yves Saint Laurent
Los paraísos perdidos de Yves Saint Laurent

Aquel rincón de su paraíso personal, el de sus «fan­tasmas estéticos», como él mismo lo denominó, em­pezó a configurarse en 1967, cuando le encar­gan el vestuario para Belle de jour, que iba a diri­gir Luis Buñuel. Por entonces, él ya barruntaba el cam­bio que daría a sus colecciones cuatro años más tar­de. En el personaje de Séverine habita esa mu­jer de aspecto frágil pero inaccesible y temi­ble por den­tro. El chaquetón negro con el que pa­sea por un bu­levar repleto de hojas secas, el vesti­do co­lor cámel que tanto gusta a sus amigas, o ese negro corto que lleva al final de la película, con cuello y puños de satén blanco, actúan a la vez como pro­tector y espejo de una personali­dad inquietante.

Aquellos diseños encontraron en Catherine Dorléac un partenaire que parecían llevar tiempo es­perando. La actriz francesa, que desde la primera película ya utilizaba el apellido de su madre, la ac­triz Renée Deneuve, había saltado a la fama con el drama musical y colorista Los paraguas de Cherburgo (Jacques Demy, 1963). El empuje definitivo sur­gió cuando consiguió estremecer a la platea con el aplomo esquizofrénico con que se condujo en los ve­ricuetos asfixiantes de Repulsión (Roman Po­lanski, 1965). Esa facilidad para lidiar con lo desco­nocido, con lo incómodo y lo inaccesible, debieron fascinar a un Yves Saint Laurent que desde el año anterior ya había desafiado a las mujeres de su tiem­po al proponerles un esmoquin masculino co­mo sugerente prenda de noche. Cuando le pregunta­ron cuándo y cómo llevarlo, respondió: “Es tan nue­vo este uniforme que el arte de llevarlo carece aún de reglas”. Catherine se las inventó para cada uno de sus trajes. Una de ellas fue el movimiento. Só­lo verla caminar en Belle de jour constituye un es­pectáculo en sí mismo. Yves Saint Laurent dirá siempre que no pue­de “trabajar al margen del movimiento del cuer­po humano. Un vestido no es algo estático, si­no que tiene ritmo”.

Los paraísos perdidos de Yves Saint Laurent
Los paraísos perdidos de Yves Saint Laurent

Después de aquéllo, repetirían experiencia en la más convencional La chamade (Alain Cavalier, 1968) y en La sirène du Mississippi (François Tru­ffaut, 1969), una peculiar historia de amor con Jean Paul Belmondo de pamelas sugerentes, un ves­tido camisero color cámel, un traje de novia y, al final de la película, el contraste del blanco de la nie­ve con el clásico chaquetón negro de Yves con plu­mas en el cuello y las mangas. Catherine no fue la única pero sí fue su favorita. También vestiría a Claudia Cardinale en La pantera rosa (1964), a Jean Seberg en Moment to moment (1965) con un abrigo con capucha rematada en piel, a la suntuosa Sophia Loren en Arabesco (Stan­ley Donen, 1966) y a Anny Duperey en Sta­vis­ky (Alain Resnais, 1973).

Cuando murió en 2008, allí estaba ella, vestida con un trench de satén negro y una versión de los za­patos de Roger Vivier que llevó en Belle de jour. Fren­te a una iglesia de Saint-Roch abarrotada, Ca­the­rine Deneuve leyó unos fragmentos de Ho­jas de hier­ba, de Walt Whitman. “Yo me celebro y yo me can­to,/ y todo cuanto es mío también es tu­yo,/ por­que no hay un átomo de mi cuerpo que no te per­tenezca”. Por fin, Yves Saint Laurent cumplía uno de sus anhelos, fundirse con toda su crea­ción, con cada hebra de sus trajes y cada partícula de quie­nes los llevaron. “Huyo como el aire./ Sa­cu­do mis guedejas blancas con el sol fugitivo,/ vier­to mi car­ne en los remolinos/ y la dejo marchar a la deri­va entre la espuma de las ondas./ Me doy al barro pa­ra crecer en la hierba que amo./ Si me ne­cesitas aún, búscame bajo las suelas de tus zapa­tos”. Pasó así a formar parte de su propio paraíso perdido.

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